lunes, 19 de abril de 2010

El juez que durmió tranquilo



Hace poco tiempo, en mi ciudad, hubo bastante revuelo por un caso judicial muy sonado.

Un invidente, de esos con lazarillo y grado académico, postuló en un concurso público para ser fiscal. No escondió su situación física (imposible hacerlo) y presentó su hoja de vida documentada para ser considerado como postulante válido como cualquier otro letrado hijo de vecino. Luego de revisados sus papeles fue declarado apto para rendir el examen escrito de conocimientos. Sin embargo, cuando llegó el día de rendir el examen escrito y al pedir el referido postulante las facilidades técnicas para rendirlo, los burócratas del Consejo Nacional de la Magistratura (entidad encargada de seleccionar y evaluar a nuestros jueces y fiscales) se miraron desconcertados entre ellos y no encontraron mejor solución que descalificar al postulante, seguramente porque no podía leer las preguntas por sus propios medios (¿?).

El hecho es que el abogado Edwin Romel Béjar Rojas (así se llama el postulante descalificado) presentó una demanda de amparo contra el Consejo Nacional de la Magistratura impugnando su exclusión del proceso de selección y alegando la violación de sus derechos fundamentales de igualdad ante la ley y no discriminación.

La demanda fue derivada al Tercer Juzgado Civil del Cusco cuyo despacho se encontraba a cargo de la jueza Nelly Yábar Villagarcía, quien, luego de analizar el caso y llevar adelante el proceso judicial –lo que muchas en el Perú se convierte en una novela kafkiana-, dictó sentencia y dispuso: "(…) que sin paralizar la secuencia del proceso de selección, se le tome un examen escrito al demandante (de similar grado de complejidad al tomado y con las facilidades técnicas para tal efecto de acuerdo a su condición de invidente) y conforme sea el resultado de éste incorporar al demandante al indicado proceso de selección en el estado en que se encuentre y si acaso ya se hubiese fijado la fecha de entrevistas se le brinde también la posibilidad de ser entrevistado, previa la calificación de su hoja de vida".

Hasta allí todo bien. En un litigio existen dos partes confrontadas que despliegan toda su actividad procesal y probatoria para convencer al juez que ellos tienen la razón y el contrincante no. Alguien pierde y alguien gana. Esas son las reglas del juego. En el presente caso, el postulante ciego fue evidentemente marginado de un concurso público por su discapacidad física sin siquiera darse el trabajo de evaluar (el Consejo Nacional de la Magistratura) si esa discapacidad constituye un impedimento para realizar las labores inherentes al cargo de fiscal con normalidad. Lo que señaló la sentencia, en el fondo, es lo mismo que piensan aquellos con más de dos dedos de frente: que los burócratas del Consejo Nacional de la Magistratura al descalificar al postulante Edwin Romel Béjar Rojas por ser invidente actuaron como una sarta de pelmazos fachistas, dignos herederos de la esvástica nazi.

Sin embargo, el problema fue que, paralelamente a la apelación presentada por el Consejo Nacional de la Magistratura contra la sentencia dictada, se interpuso una queja contra la Jueza Nelly Yábar Villagarcía, fundamentalmente, por haber osado fallar contra el órgano "constitucionalmente autónomo" encargado de la evaluación –cada 7 años- de los magistrados y fiscales de todo el Perú. Velada amenaza para todos aquellos que, usando un criterio de conciencia, deciden aplicar el sentido común y la humanidad por encima de los fríos textos legales. La respuesta del gigante burocrático al haber quedado en evidencia la ridiculez de su actuación fue patear el tablero y escudarse en el infantil argumento de pirañita callejero: "ya vas a ver".

Así las cosas, uno de los vocales de la Corte Superior de Justicia del Cusco, mi amigo Fernando Murillo Flores, escribió un artículo ("La Jueza Nelly Yábar Villagarcía") donde alzaba una voz de protesta ante la velada amenaza esgrimida por esta mole "constitucionalmente autónoma" contra la jueza que en primera instancia resolvió el caso. Creo que fue el único que se solidarizó públicamente con la actuación de la referida magistrada, aun a costa de ser fichado para una posterior vendetta jurídica por aquellos que cada 7 años deciden si es ratificado o no. No importa. Muchas veces es necesario decir tu palabra urgente sin calcular, cual Mercader de Venecia, las consecuencias de levantar la voz cuando todos los demás (cómplices) callan.

Meditando sobre esto, encontré un artículo de mi querido héroe literario Arturo Pérez-Reverte, incluido en su último libro de artículos de opinión ("Cuando éramos honrados mercenarios. Artículos 2005-2009") que, me parece, resume muy bien lo que aquí he querido –ojalá que con éxito- explicar. No conozco personalmente a la jueza Nelly Yábar Villagarcía, pero sí conozco a Fernando Murillo Flores y creo, firmemente, que estos dos jueces duermen tranquilos a la noche, sin los sobresaltos de una conciencia insomne que traiciona.

¿De cuántos magistrados más puede decirse lo mismo?


EL JUEZ QUE DURMIÓ TRANQUILO
Alguna vez les he hablado de mi amigo Daniel Sherr, judío, alérgico y vegetariano, que además de tener un corazón de oro y ser un ecologista excéntrico y pelmazo, es el mejor intérprete del mundo. Trabaja para Naciones Unidas, diplomáticos y gente así, habla más lenguas que un apóstol en Pentecostés –su amistad soportará esa hipérbole poco ortodoxa en lo mosaico–, y asiste a inmigrantes hispanos en los juzgados gringos. A veces, mientras saca un plátano del bolsillo y se pone a pelarlo sin complejos en la mesa de un restaurante de varios tenedores –«Tiene mucho potasio», le dice al incómodo camarero–, Daniel me cuenta historias judiciales tristes, recuerdos que lo dejan hecho cisco durante días y noches. Para alguien que, como él, cree que la compasión hacia los desgraciados es obligación principal del ser humano, los juzgados suponen, a menudo, una nube oscura sobre su corazón y su memoria. Pero hay que ganarse la vida, dice con sonrisa triste. Además, cuando se trata de pobre gente, siempre puedes echar una mano. Ayudar.

Ayer, mi amigo me contó, al fin, una historia reciente que no es triste. Hablábamos de jueces y de injusticias; de cómo, a veces, quien administra la ley, con tal de no complicarse la vida, pone la letra de ésta por encima del sentido común y de la humanidad. Fue entonces cuando Daniel me contó el último asunto en el que había intervenido como traductor, en un juzgado de familia de Nueva Jersey. De una parte, una mujer con una niña de dos años, cuya custodia pedía. De la otra, un funcionario de la división de Juventud y Familia del Estado. En medio, un juez. La mujer, ecuatoriana, solicitaba seguir con la niña, de origen mejicano, cuya madre se la había confiado hacía año y medio y no había vuelto nunca más. La señora pedía la custodia legal de la niña, pues las vacunas para la criatura costaban ochenta dólares la inyección, ella tenía un trabajo humilde y escasos recursos, y con la custodia legal tendría derecho a que por lo menos las vacunas las pagase el Estado. Pero había un problema: la ecuatoriana era inmigrante ilegal. Su situación, ley en mano, obligaba al juez no sólo a acceder a la petición del funcionario del Estado para que le quitasen a la niña, sino, llevado el caso al extremo, a expulsar a la mujer de los Estados Unidos.

Según me contó Daniel, el juez inició así su interrogatorio: «Señora Espinosa, usted no está en este país legalmente, ¿verdad?». La respuesta fue: «No, señoría». El juez miró a la niña, que correteaba entre los bancos de la sala. «¿Sabe usted que el funcionario del Estado alega que Nueva Jersey no puede ofrecer prestaciones a un trabajador indocumentado?» La señora parpadeó, tragó saliva y miró al juez a los ojos: «Sí, señoría». El juez guardó silencio un momento. «Señora Espinosa –dijo al fin–, lleve esta hoja con mi membrete y mi firma a los Servicios Católicos de ayuda. Mi ayudante le dará la dirección. Dígales que va de mi parte y que quiere regularizar su situación.» Dicho eso, el juez se dirigió al funcionario del Estado: «Como ve, la señora Espinosa está tratando de regularizar su situación. ¿Es suficiente?». Pero el funcionario no parecía convencido. Para él, la ecuatoriana era un número más en los expedientes, y sus jefes le exigían eficacia. «Señoría…», empezó a decir. El juez levantó una mano: «Escuche, señor X. Como juez tengo que aplicar la ley, pero también necesito poder dormir con la conciencia tranquila. Es evidente que esta señora es una madre concienzuda y que realmente ha ayudado a la niña. Mírela. A esa niña la quieren, y donde mejor va a estar es con esta mujer». El funcionario seguía aferrado a sus papeles: «Señoría, la ley…». El juez arrugó el entrecejo y se inclinó un poco sobre la mesa hacia el funcionario: «Mi trabajo consiste en aplicar la ley, pero administrándola e interpretándola con humanidad. Además, esta mujer ha demostrado cierto valor al venir aquí, a un tribunal, siendo ilegal. Podría haber sido detenida y expulsada, y aun así ha venido. Y lo ha hecho por la niña. Así que dígaselo a sus supervisores. Y usted, señora, haga lo que le he dicho. Y vuelva a verme dentro de treinta días».

Cuando, mascando un tallo de apio, Daniel terminó de contarme la historia, sonreía con aire bobalicón. «¿Y tú qué hiciste?», le pregunté. «¿Yo? –respondió–. Pues, ¿qué iba a hacer? Traducir escrupulosamente cada palabra.» Luego me miró acentuando la sonrisa, con un trocito de apio en el labio inferior. «Pero esa noche yo también dormí tranquilo.»


Arturo Perez Reverte.

miércoles, 14 de abril de 2010

ADEMÁS PARECE QUE LLUEVE


Además parece que llueve.

Lluvia de alacranes.

Lluvia de culpas.

Lluvia de relojes.

Hay una lluvia de despedidas.

Hay una lluvia de arrogancias.

Qué compuertas se abren en la noche.

Vibro allí como un relumbre envuelto

en extrañas manos que me amaneces.

Además parece que llueve.

Lluvia de sombras.

Lluvia de espejos.

Llueven amanecidas.

Y compulsivamente llueve.

Y llueve.

Y llueve.

Y miserablemente ríes.

            (Jorge Pimentel, En el hocico de la niebla)

lunes, 12 de abril de 2010

A mis Cuarenta y Diez


"jamás como hoy, me he vuelto,
con todo mi camino, a verme solo"
César Vallejo
Hoy cumplo años.

Muchas ganas de celebrar no hay. Me siento un poco cansado y desganado. Sin embargo, siempre es un buen motivo estar vivo y respirar (aún).

Sospecho que hoy no sobrarán abrazos, besos ni parabienes. Sin embargo, son los que son y eso es lo que importa.

Como dice Serrat, de vez en cuando la vida nos sorprende con un beso en la boca y otras nos gasta una broma y despertamos sin saber qué pasa.

Estos días son una gran incógnita. Sin embargo, y a pesar de todo, siempre es un regalo seguir transitando este camino aun cuando hayan sillas peligrosas, en cada esquina, invitando a parar.

Vendrán días mejores, de eso estoy seguro.

Mientras tanto, como dice la canción, habrá que hacer de tripas, corazón.

Salud!!!!!!!!!!!!!


 

A mis cuarenta y diez

A mis cuarenta y diez,
cuarenta y nueve dicen que aparento,
más antes que después,
he de enfrentarme al delicado momento
de empezar a pensar
en recogerme, de sentar la cabeza,
de resignarme a dictar testamento
(perdón por la tristeza).


Para que mis allegados, condenados
a un ingrato futuro,
no sufran lo que he sufrido, he decidido
no dejarles ni un duro,
sólo derechos de amor,
un siete en el corazón y un mar de dudas,
a condición de que no
los malvendan, en el rastro, mis viudas.
Y, cuando, a mi Mikaela,
le escueza el alma y pase la varicela,
y, un rojo escalofrío,
marque la edad del pavo de mi Paz Daniela,
tendrán un mal ejemplo, un hulla hop
y un D´Artacán que les ladre,
por cada beso que les regateó
el fanfarrón de su padre.


Pero sin prisas, que, a las misas
de réquiem, nunca fui aficionado,
que, el traje de madera, que estrenaré,
no está siquiera plantado,
que, el cura, que ha de darme la extremaunción,
no es todavía monaguillo,
que, para ser comercial, a esta canción
le falta un buen estribillo.


Desde que salgo con la pálida dama
ando más muerto que vivo,
pero dormir el sueño eterno en su cama
me parece excesivo,
y, eso que nunca he renunciado a buscar,
en unos labios abiertos,
dicen que hay besos de esos que, te los dan,
y resucitan a un muerto.


Y, si a mi tumba, os acercáis de visita,
el día de mi cumpleaños,
y no os atiendo, esperádme, en la salita,
hasta que vuelva del baño.
¿A quién le puede importar,
después de muerto, que uno tenga sus vicios...?
el día del juicio final
puede que Dios sea mi abogado de oficio.


Pero sin prisas, que, a las misas
de réquiem, nunca fui aficionado,
que, el traje de madera, que estrenaré,
no está siquiera plantado,
que, el cura, que ha de darme la extremaunción,
no es todavía monaguillo,
que, para ser comercial, a esta canción
le falta un buen estribillo.

domingo, 11 de abril de 2010

La maldición de La Medusa



Muchas veces no somos capaces de predecir nuestra conducta en una situación límite hasta que –desgraciadamente- esta llega.

Por ejemplo, el 2 de julio de 1816 la fragata francesa La Medusa naufraga en las costas Mauritania. Su destino, el puerto senegalés de Saint-Louis no se encontraba demasiado lejos. Comandada por el anciano noble, alcohólico e incompetente Hugues de Chaumareys (quien desde hacía más de 20 años no navegaba embarcación alguna) la fragata encalla en un banco de arena. Los días pasan y los intentos para liberarla son infructuosos. Se decide entonces evacuar la nave. Sin embargo, los seis botes existentes no pueden albergar a las 400 personas que pueblan la fragata. Como siempre, los botes son destinados a los políticos, aristócratas y oficialía mayor; para la chusma se improvisa una balsa de 20 metros de largo por 7 de ancho. Al principio, la frágil balsa es remolcada por uno de los botes, arrastrando pesadamente la suerte y el destino de los 147 hombres que se apiñan en esa pequeña embarcación. Luego de la primera noche, los naúfragos no han avanzado mucho hacia la costa y alguien en los botes decide cortar las amarras que los unía con la desdichada balsa. La suerte está echada para aquellos 147 hombres que miran desesperados cómo son abandonados en alta mar, sin más sustento que dos barricas de agua, galletas secas y algunas barricas de vino rancio.

En la malsana balsa, conforme transcurren las primeras horas va cundiendo el pánico y la anarquía. Al vaivén del mar se suceden cruentos motines por el control de los escasos alimentos que dan cuenta de varios pasajeros la primera noche. Luego, poco a poco, la esperanza de ser rescatados se va esfumando. La muerte y la locura se instalan en la balsa. Muchos desesperados se arrojan al acéano buscando una muerte rápida. El agua y el vino se agota y los alimentos también. Se beben orines y se mastican correas para engañar al hambre. Cada día transcurrido significa asarse a fuego lento bajo el inclemente sol y muchos desfallecidos son arrojados al mar para aligerar el peso de la balsa. Al octavo día a la deriva y ante la falta de alimentos, un cirujano de segunda, Jean Baptiste Savigny, con sus instrumentos médicos tasajea los muslos de un desdichado acabado de morir y los pone a secar al sol. Los que quedan en la balsa comienzan a tragar (comer no es la palabra) carne humana para sobrevivir.

Después de 13 días a la deriva y con las esperanzas agotadas, 15 hombres (de los 147 que poblaron la balsa) son rescatados por la nave francesa Argus, por una inexplicable casualidad, pues ni siquiera andaban buscando a los desdichados de la balsa. Estalla el escándalo en Francia y el incompetente vizconde de Chaumareys es sometido a consejo de guerra y degradado. Cada noche, con puntualidad macabra, los 15 sobrevivientes tienen pesadillas donde aún se encuentran en la balsa, hambrientos y desesperanzados.

Théodore Géricault, pintor francés poco conocido, se obsesiona con la historia de los sobrevivientes. Se entrevista con dos de ellos centenas de veces y asiste a los hospitales y beneficencias para observar y estudiar los rostros de la muerte en los agonizantes. Se recluye 6 meses en su estudio y pinta el cuadro arriba reproducido (La Balsa de la Medusa), donde se grafica el instante mismo donde los desgraciados sobrevivientes creen avistar a lo lejos –apenas un minúsculo punto en el horizonte- el mástil y las velas de lo que será su nave salvadora. Algunos se agitan y retuercen tratando de ser visibles, agitando los míseros trapos que llevan por vestimenta, otros, perdida toda esperanza ya, esperan resignados la muerte que se anuncia pronta. Todos por igual llevan la desgracia en las pupilas.


[EMPTAZ, Érik (2006): La maldición de La Medusa. Buenos Aires, Editorial El Ateneo. 237 páginas]

jueves, 8 de abril de 2010

Pinky (in memoriam)


Se llamaba Pinky y era el único perro que recibía a los desconocidos moviéndoles la cola, afablemente, como si estuviera de verdad alegre de recibir sus visitas. Así es como me recibió la primera vez que me mudé a este pequeño condominio, hace ya 3 años, contento, como si nos conociéramos de antes, de cachorro él y rapaz yo. A partir de allí, cada vez que llegaba en el auto, religiosamente, después de mearse en mis llantas, se paraba en dos patas en la ventana para darme la bienvenida.

Cuando dormía lo solía hacer patas arriba y con los ojos abiertos, en una extraña postura extática y lisérgica; más de una vez, temiendo lo peor, me acercaba a comprobar si aún respiraba tratando de sacudirlo y siempre verificaba que sí, si respiraba, pero ni aún así se dignaba a despertar de la siesta que estaba tomando. En esta postura, ajeno al universo entero, recibió a los ladrones que entraron a desvalijar uno de los departamentos y sólo cuando se marchaban con los televisores y demás electrodomésticos, atinó a moverles la cola a ellos también, como agradeciendo su visita.

No tenía raza definida, pues parecía una extraña mezcla de zorro enano con pastor alemán. Le encantaba cualquier cosa que fuera dulce y los helados eran su perdición. Cuando yo o mi hija llegaba comiendo uno, el peaje obligado era invitarle un pedazo, de lo contrario, con saltos acrobáticos dignos de cualquier circo, trataba de tomar a la fuerza lo que creía le pertenecía.

No era mi perro, pero llegué a quererlo como si de verdad fuera mi mascota.

Hace unos días que no lo veía en sus rutinas de siempre y me entero que ha muerto de un paro cardiaco.

Recién ahora caigo en cuenta lo mucho que lo voy a extrañar.

Chau Pinky, donde quiera que te vayas moviendo la cola.


lunes, 5 de abril de 2010

Whatever Works

Casi siempre, las películas de Woody Allen son una buena terapia para cualquier estado depresivo del ánimo. Sus historias enrevesadas y disparatadas reflejan, a veces, los sinsentidos de los cuales está poblada nuestra vida y viéndolos en la pantalla podemos reírnos de ellos, retirarles la seriedad y circunspección que no se merecen y aligerarnos del peso que nos condena a una existencia sombría.

Whatever Works (algo así como “Si la cosa funciona”, 2009) constituye el retorno de Woody Allen al New York de sus amores después de haber estado filmando en Europa (Vicky Cristina Barcelona fue su última película, ambientada en Cataluña). Y, sin lugar a dudas, podemos afirmar que esta película nos trae de vuelta al mejor Allen en mucho tiempo. En primer lugar, la elección del protagonista Larry David (uno de los creadores de Seinfield) es inmejorable como el huraño y misántropo físico cuántico Boris Yellnikoff, suicida frustado y nihilista fanático, que descree de la humanidad entera y, principalmente, de él mismo (Larry David es, de lejos, el mejor alter ego que haya podido conseguirse Woody Allen).

La historia comienza cuando Yellnikoff, esta suerte de Diógenes moderno, encuentra –literalmente- el amor en un cubo de basura representado por la candidez de una chiquilla sureña –interpretada por Evan Rachel Wood- quien se ve deslumbrada por las teorías anarquistas del físico cuántico y despierta en ella una atracción pasional que posteriormente derivará en un matrimonio poco común. Los problemas se agravan cuando los padres de la novia –fanáticos religiosos y reprimidos- conocen al marido de la niña y tratan -por todos los medios- de que deshaga del viejo loco y cascarrabias.

La película se desarrolla entre situaciones inverosímiles y descubrimientos vitales, cada personaje va encontrando su camino en la vida y hasta el descreído Boris Yellnikoff hará suya una razón más para seguir y no saltar nuevamente por la ventana.

En esta película el azar juega un papel protagónico y fundamental, casi como en la vida misma. Quizás entonces toda nuestra existencia no sea sino eso, un largometraje, a veces con final feliz, a veces no.


Haiku


se despidieron
y en el adiós ya estaba
la bienvenida
Haiku 109 (Mario Benedetti)