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El juez que durmió tranquilo
Hace poco tiempo, en mi ciudad, hubo bastante revuelo por un caso judicial muy sonado.
Un invidente, de esos con lazarillo y grado académico, postuló en un concurso público para ser fiscal. No escondió su situación física (imposible hacerlo) y presentó su hoja de vida documentada para ser considerado como postulante válido como cualquier otro letrado hijo de vecino. Luego de revisados sus papeles fue declarado apto para rendir el examen escrito de conocimientos. Sin embargo, cuando llegó el día de rendir el examen escrito y al pedir el referido postulante las facilidades técnicas para rendirlo, los burócratas del Consejo Nacional de la Magistratura (entidad encargada de seleccionar y evaluar a nuestros jueces y fiscales) se miraron desconcertados entre ellos y no encontraron mejor solución que descalificar al postulante, seguramente porque no podía leer las preguntas por sus propios medios (¿?).
El hecho es que el abogado Edwin Romel Béjar Rojas (así se llama el postulante descalificado) presentó una demanda de amparo contra el Consejo Nacional de la Magistratura impugnando su exclusión del proceso de selección y alegando la violación de sus derechos fundamentales de igualdad ante la ley y no discriminación.
La demanda fue derivada al Tercer Juzgado Civil del Cusco cuyo despacho se encontraba a cargo de la jueza Nelly Yábar Villagarcía, quien, luego de analizar el caso y llevar adelante el proceso judicial –lo que muchas en el Perú se convierte en una novela kafkiana-, dictó sentencia y dispuso: "(…) que sin paralizar la secuencia del proceso de selección, se le tome un examen escrito al demandante (de similar grado de complejidad al tomado y con las facilidades técnicas para tal efecto de acuerdo a su condición de invidente) y conforme sea el resultado de éste incorporar al demandante al indicado proceso de selección en el estado en que se encuentre y si acaso ya se hubiese fijado la fecha de entrevistas se le brinde también la posibilidad de ser entrevistado, previa la calificación de su hoja de vida".
Hasta allí todo bien. En un litigio existen dos partes confrontadas que despliegan toda su actividad procesal y probatoria para convencer al juez que ellos tienen la razón y el contrincante no. Alguien pierde y alguien gana. Esas son las reglas del juego. En el presente caso, el postulante ciego fue evidentemente marginado de un concurso público por su discapacidad física sin siquiera darse el trabajo de evaluar (el Consejo Nacional de la Magistratura) si esa discapacidad constituye un impedimento para realizar las labores inherentes al cargo de fiscal con normalidad. Lo que señaló la sentencia, en el fondo, es lo mismo que piensan aquellos con más de dos dedos de frente: que los burócratas del Consejo Nacional de la Magistratura al descalificar al postulante Edwin Romel Béjar Rojas por ser invidente actuaron como una sarta de pelmazos fachistas, dignos herederos de la esvástica nazi.
Sin embargo, el problema fue que, paralelamente a la apelación presentada por el Consejo Nacional de la Magistratura contra la sentencia dictada, se interpuso una queja contra la Jueza Nelly Yábar Villagarcía, fundamentalmente, por haber osado fallar contra el órgano "constitucionalmente autónomo" encargado de la evaluación –cada 7 años- de los magistrados y fiscales de todo el Perú. Velada amenaza para todos aquellos que, usando un criterio de conciencia, deciden aplicar el sentido común y la humanidad por encima de los fríos textos legales. La respuesta del gigante burocrático al haber quedado en evidencia la ridiculez de su actuación fue patear el tablero y escudarse en el infantil argumento de pirañita callejero: "ya vas a ver".
Así las cosas, uno de los vocales de la Corte Superior de Justicia del Cusco, mi amigo Fernando Murillo Flores, escribió un artículo ("La Jueza Nelly Yábar Villagarcía") donde alzaba una voz de protesta ante la velada amenaza esgrimida por esta mole "constitucionalmente autónoma" contra la jueza que en primera instancia resolvió el caso. Creo que fue el único que se solidarizó públicamente con la actuación de la referida magistrada, aun a costa de ser fichado para una posterior vendetta jurídica por aquellos que cada 7 años deciden si es ratificado o no. No importa. Muchas veces es necesario decir tu palabra urgente sin calcular, cual Mercader de Venecia, las consecuencias de levantar la voz cuando todos los demás (cómplices) callan.
Meditando sobre esto, encontré un artículo de mi querido héroe literario Arturo Pérez-Reverte, incluido en su último libro de artículos de opinión ("Cuando éramos honrados mercenarios. Artículos 2005-2009") que, me parece, resume muy bien lo que aquí he querido –ojalá que con éxito- explicar. No conozco personalmente a la jueza Nelly Yábar Villagarcía, pero sí conozco a Fernando Murillo Flores y creo, firmemente, que estos dos jueces duermen tranquilos a la noche, sin los sobresaltos de una conciencia insomne que traiciona.
¿De cuántos magistrados más puede decirse lo mismo?
EL JUEZ QUE DURMIÓ TRANQUILO
Alguna vez les he hablado de mi amigo Daniel Sherr, judío, alérgico y vegetariano, que además de tener un corazón de oro y ser un ecologista excéntrico y pelmazo, es el mejor intérprete del mundo. Trabaja para Naciones Unidas, diplomáticos y gente así, habla más lenguas que un apóstol en Pentecostés –su amistad soportará esa hipérbole poco ortodoxa en lo mosaico–, y asiste a inmigrantes hispanos en los juzgados gringos. A veces, mientras saca un plátano del bolsillo y se pone a pelarlo sin complejos en la mesa de un restaurante de varios tenedores –«Tiene mucho potasio», le dice al incómodo camarero–, Daniel me cuenta historias judiciales tristes, recuerdos que lo dejan hecho cisco durante días y noches. Para alguien que, como él, cree que la compasión hacia los desgraciados es obligación principal del ser humano, los juzgados suponen, a menudo, una nube oscura sobre su corazón y su memoria. Pero hay que ganarse la vida, dice con sonrisa triste. Además, cuando se trata de pobre gente, siempre puedes echar una mano. Ayudar.
Ayer, mi amigo me contó, al fin, una historia reciente que no es triste. Hablábamos de jueces y de injusticias; de cómo, a veces, quien administra la ley, con tal de no complicarse la vida, pone la letra de ésta por encima del sentido común y de la humanidad. Fue entonces cuando Daniel me contó el último asunto en el que había intervenido como traductor, en un juzgado de familia de Nueva Jersey. De una parte, una mujer con una niña de dos años, cuya custodia pedía. De la otra, un funcionario de la división de Juventud y Familia del Estado. En medio, un juez. La mujer, ecuatoriana, solicitaba seguir con la niña, de origen mejicano, cuya madre se la había confiado hacía año y medio y no había vuelto nunca más. La señora pedía la custodia legal de la niña, pues las vacunas para la criatura costaban ochenta dólares la inyección, ella tenía un trabajo humilde y escasos recursos, y con la custodia legal tendría derecho a que por lo menos las vacunas las pagase el Estado. Pero había un problema: la ecuatoriana era inmigrante ilegal. Su situación, ley en mano, obligaba al juez no sólo a acceder a la petición del funcionario del Estado para que le quitasen a la niña, sino, llevado el caso al extremo, a expulsar a la mujer de los Estados Unidos.
Según me contó Daniel, el juez inició así su interrogatorio: «Señora Espinosa, usted no está en este país legalmente, ¿verdad?». La respuesta fue: «No, señoría». El juez miró a la niña, que correteaba entre los bancos de la sala. «¿Sabe usted que el funcionario del Estado alega que Nueva Jersey no puede ofrecer prestaciones a un trabajador indocumentado?» La señora parpadeó, tragó saliva y miró al juez a los ojos: «Sí, señoría». El juez guardó silencio un momento. «Señora Espinosa –dijo al fin–, lleve esta hoja con mi membrete y mi firma a los Servicios Católicos de ayuda. Mi ayudante le dará la dirección. Dígales que va de mi parte y que quiere regularizar su situación.» Dicho eso, el juez se dirigió al funcionario del Estado: «Como ve, la señora Espinosa está tratando de regularizar su situación. ¿Es suficiente?». Pero el funcionario no parecía convencido. Para él, la ecuatoriana era un número más en los expedientes, y sus jefes le exigían eficacia. «Señoría…», empezó a decir. El juez levantó una mano: «Escuche, señor X. Como juez tengo que aplicar la ley, pero también necesito poder dormir con la conciencia tranquila. Es evidente que esta señora es una madre concienzuda y que realmente ha ayudado a la niña. Mírela. A esa niña la quieren, y donde mejor va a estar es con esta mujer». El funcionario seguía aferrado a sus papeles: «Señoría, la ley…». El juez arrugó el entrecejo y se inclinó un poco sobre la mesa hacia el funcionario: «Mi trabajo consiste en aplicar la ley, pero administrándola e interpretándola con humanidad. Además, esta mujer ha demostrado cierto valor al venir aquí, a un tribunal, siendo ilegal. Podría haber sido detenida y expulsada, y aun así ha venido. Y lo ha hecho por la niña. Así que dígaselo a sus supervisores. Y usted, señora, haga lo que le he dicho. Y vuelva a verme dentro de treinta días».
Cuando, mascando un tallo de apio, Daniel terminó de contarme la historia, sonreía con aire bobalicón. «¿Y tú qué hiciste?», le pregunté. «¿Yo? –respondió–. Pues, ¿qué iba a hacer? Traducir escrupulosamente cada palabra.» Luego me miró acentuando la sonrisa, con un trocito de apio en el labio inferior. «Pero esa noche yo también dormí tranquilo.»
Arturo Perez Reverte.
1 comentario:
Ante el pronunciamiento del Dr. Murillo Flores, el CNM retrocedió y se mordió la cola como perro arrepentido: retiró la queja, así como la denuncia por prevaricato.
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