domingo, 11 de abril de 2010

La maldición de La Medusa



Muchas veces no somos capaces de predecir nuestra conducta en una situación límite hasta que –desgraciadamente- esta llega.

Por ejemplo, el 2 de julio de 1816 la fragata francesa La Medusa naufraga en las costas Mauritania. Su destino, el puerto senegalés de Saint-Louis no se encontraba demasiado lejos. Comandada por el anciano noble, alcohólico e incompetente Hugues de Chaumareys (quien desde hacía más de 20 años no navegaba embarcación alguna) la fragata encalla en un banco de arena. Los días pasan y los intentos para liberarla son infructuosos. Se decide entonces evacuar la nave. Sin embargo, los seis botes existentes no pueden albergar a las 400 personas que pueblan la fragata. Como siempre, los botes son destinados a los políticos, aristócratas y oficialía mayor; para la chusma se improvisa una balsa de 20 metros de largo por 7 de ancho. Al principio, la frágil balsa es remolcada por uno de los botes, arrastrando pesadamente la suerte y el destino de los 147 hombres que se apiñan en esa pequeña embarcación. Luego de la primera noche, los naúfragos no han avanzado mucho hacia la costa y alguien en los botes decide cortar las amarras que los unía con la desdichada balsa. La suerte está echada para aquellos 147 hombres que miran desesperados cómo son abandonados en alta mar, sin más sustento que dos barricas de agua, galletas secas y algunas barricas de vino rancio.

En la malsana balsa, conforme transcurren las primeras horas va cundiendo el pánico y la anarquía. Al vaivén del mar se suceden cruentos motines por el control de los escasos alimentos que dan cuenta de varios pasajeros la primera noche. Luego, poco a poco, la esperanza de ser rescatados se va esfumando. La muerte y la locura se instalan en la balsa. Muchos desesperados se arrojan al acéano buscando una muerte rápida. El agua y el vino se agota y los alimentos también. Se beben orines y se mastican correas para engañar al hambre. Cada día transcurrido significa asarse a fuego lento bajo el inclemente sol y muchos desfallecidos son arrojados al mar para aligerar el peso de la balsa. Al octavo día a la deriva y ante la falta de alimentos, un cirujano de segunda, Jean Baptiste Savigny, con sus instrumentos médicos tasajea los muslos de un desdichado acabado de morir y los pone a secar al sol. Los que quedan en la balsa comienzan a tragar (comer no es la palabra) carne humana para sobrevivir.

Después de 13 días a la deriva y con las esperanzas agotadas, 15 hombres (de los 147 que poblaron la balsa) son rescatados por la nave francesa Argus, por una inexplicable casualidad, pues ni siquiera andaban buscando a los desdichados de la balsa. Estalla el escándalo en Francia y el incompetente vizconde de Chaumareys es sometido a consejo de guerra y degradado. Cada noche, con puntualidad macabra, los 15 sobrevivientes tienen pesadillas donde aún se encuentran en la balsa, hambrientos y desesperanzados.

Théodore Géricault, pintor francés poco conocido, se obsesiona con la historia de los sobrevivientes. Se entrevista con dos de ellos centenas de veces y asiste a los hospitales y beneficencias para observar y estudiar los rostros de la muerte en los agonizantes. Se recluye 6 meses en su estudio y pinta el cuadro arriba reproducido (La Balsa de la Medusa), donde se grafica el instante mismo donde los desgraciados sobrevivientes creen avistar a lo lejos –apenas un minúsculo punto en el horizonte- el mástil y las velas de lo que será su nave salvadora. Algunos se agitan y retuercen tratando de ser visibles, agitando los míseros trapos que llevan por vestimenta, otros, perdida toda esperanza ya, esperan resignados la muerte que se anuncia pronta. Todos por igual llevan la desgracia en las pupilas.


[EMPTAZ, Érik (2006): La maldición de La Medusa. Buenos Aires, Editorial El Ateneo. 237 páginas]

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