jueves, 30 de agosto de 2007

El baño nuestro de cada día, dánoslo hoy....


Es curioso cómo las cosas más insignificantes, aquellas que de tan cotidianas pasan desapercibidas, de pronto, cuando faltan y están ausentes, nos acarrean inmensos problemas.

Hasta hace dos semanas la rutina diaria era simple: abrir los ojos (a veces de manera natural, a veces con el maldito despertador), encender el calentador de agua -terma que le dicen-, esperar media hora y recibir el baño diario que terminaba de sacarme del reino del sueño. Luego, ir a trabajar y a ocuparme de cosas mucho más importantes.

Eso era antes, cuando la felicidad era casi completa. Dos semanas atrás una filtración en la pared de la casa comenzó a preocuparme y luego otra justo debajo de la sala me obligó a tomar decisiones drásticas. Convocados los especialistas en el tema hubo una sola decisión unánime: había que -literalmente- deshacer el baño principal en busca de la bendita filtración de agua. Adiós ducha diaria y amaneceres tranquilos. Adiós mañanas frescas y limpias.

Hace dos semanas mi vida ha tomado un rumbo inesperado. Cada noche, cual gitanos perseguidos, tomo a mi mujer y mi hija y equipados en sendas mochilas y con la luna de cómplice, peregrinamos en busca de amigos piadosos que nos presten sus duchas por algunas horas. Hace dos semanas que la generosidad y eso que llaman amistad hace que un chorro de agua (fría para mí, caliente para el resto) se lleven la amargura de un mal día, otro más sin ducha.

Creo que lo peor ya pasó. Ahora cambian las mayólicas y los cerámicos del baño y los expertos nos dicen -enfundados en sus gorritos de papel periódico- que dentro de tres días las cosas estarán solucionadas y seré nuevamente yo y será mía -de nuevo- mi bendita rutina diaria.

Caray, en momentos como este me hubiese gustado leer menos literatura y más revistas de Mecánica Popular.

martes, 28 de agosto de 2007

Más Epígrafes



Mi amigo el Puñalón*, en un divertido post reflexiona sobre la función de los epígrafes en las obras literarias (y científicas). Señala -más bien dictamina- que muchas veces este ingenioso artificio oculta pretensiones desaforadas de alguna obra mediocre u oculta -sin descaro- un pobre homenaje del escribidor al autor que se intentará plagiar a continuación. Son pocos los epígrafes que denotan el perfecto engranaje con la obra que decora. Estos son los verdaderamente imprescindibles.


Desde esta humilde hoguera, me permito colaborar con algunos de ellos, tomados al azar de la estantería donde descansan, sin orden ni concierto:

1) Mario Benedetti, allá por 1960 y en su fundamental novela "La Tregua" (qué quieren, uno también tiene su corazoncito) colocaba como epígrafe el siguiente verso del chileno Vicente Huidobro: "Mi mano derecha es una golondrina / Mi mano izquierda es un ciprés
Mi cabeza por delante es un señor vivo / y por detrás es un señor muerto".

2) En otro ámbito, el brasileño Rubem Fonseca en su pequeña novela negra "Y de este Mundo Prostituto y Vano sólo quise un Cigarro entre mi Mano" (1997) cuelga un epígrafe tabáquico del Don Juan de Molière: "No hay nada igual al tabaco; es la pasión de las personas decentes y aquellos que viven sin tabaco no merecen vivir". Asimismo, es su imprescindible y agridulce libro de cuentos "Pequeñas Criaturas" (2004) donde retrata la miserias de la clase media y baja coloca: "Nada es demasiado pequeño para una criatura tan pequeña como el hombre. Gracias al estudio de las pequeñas cosas alcanzamos el gran arte de tener el mínimo de desgracias y el máximo de felicidad posibles (Samuel Johnson en The life of Samuel Johnson, de James Boswell".

3) El maestro (maese le diría El Puñalón) Augusto Monterroso, estampa un epígrafe magnífico a su libro "La Vaca" (1998), atribuida a una conversación de Mallarmé: "Toda abundancia es estéril".

4) Por último, y desde la cálida y desangelada Cuba, Pedro Juan, en su novela "El Rey de la Habana" (1999) nos advierte al inicio: "El subdesarrollo es la incapacidad de acumular experiencia (Edmundo Desnoes)".

* www.elrestoessilencio.blogspot.com

sábado, 18 de agosto de 2007

UN HOMBRE PASA CON UN PAN AL HOMBRO...


Un hombre pasa con un pan al hombro
¿Voy a escribir, después, sobre mi doble?

Otro se sienta, ráscase, extrae un piojo de su axila, mátalo
¿Con qué valor hablar del psicoanálisis?

Otro ha entrado en mi pecho con un palo en la mano
¿Hablar luego de Sócrates al médico?

Un cojo pasa dando el brazo a un niño
¿Voy, después, a leer a André Bretón?

Otro tiembla de frío, tose, escupe sangre
¿Cabrá aludir jamás al Yo profundo?

Otro busca en el fango huesos, cáscaras
¿Cómo escribir, después del infinito?

Un albañil cae de un techo, muere y ya no almuerza
¿Innovar, luego, el tropo, la metáfora?

Un comerciante roba un gramo en el peso a un cliente
¿Hablar, después, de cuarta dimensión?

Un banquero falsea su balance
¿Con qué cara llorar en el teatro?

Un paria duerme con el pie a la espalda
¿Hablar, después, a nadie de Picasso?

Alguien va en un entierro sollozando
¿Cómo luego ingresar a la Academia?

Alguien limpia un fusil en su cocina
¿Con qué valor hablar del más allá?

Alguien pasa contando con sus dedos
¿Cómo hablar del no-yó sin dar un grito?

(César Vallejo, 05 de noviembre de 1937)


La Muerte y La Tierra


Viví en Pisco una gran parte de mi infancia. La que recuerdo con más cariño y gratitud.
Recorrí mil veces sus plazas y calles, escuché cientos de misas en su iglesia principal (solo, a las 6:30 de la mañana, cuando creía que Dios era una presencia omnipotente), jugué fútbol por primera -y última vez- en un equipo del colegio, descubrí el Atari cuando mi viejo me lo compró a plazos en Carsa y me enamoré desaforadamente de tres compañeras de escuela y una vecina (las que ninguna o poca bola me daban).
Sin embargo, por sobretodas estas cosas, en Pisco me enamoré del mar. Aún recuerdo con nostalgia aquellos veranos que empezaban muy temprano, mi viejita llevando chocolate y pan con mantequilla para el desayuno, las playas solitarias (Lagunillas, La Catedral), nadando en Paracas, las cámaras de llantas de tractores como salvavidas, los amigables lobos de mar. Aquella mañana de excursión hasta El Candelabro, bajo un sol inclemente y salino, donde -asustados- descubrimos un ataud colonial. La caleta de San Andrés con sus cebiches restauradores y sus apanados de tortuga. Las playas traicioneras infestadas de mantarayas (Pastelillos le llamaban) que casi me sacan el pie y las lágrimas que guardaba para ocasiones mejores. La vida que transcurría fácil para un niño, sin complicaciones.
Recuerdo todo eso ahora, cuando sé que casi toda la ciudad ha sido destruida por el terremoto del miércoles 15 de agosto. Veo las imagénes de aquel pacífico pueblo donde conocí lo más parecido a la felicidad y no puedo creerlo. Aquellas gentes con la desesperanza reflejada en el rostro (cuántas que conocí estarán sufriendo, maldiciendo a un Dios que no ayudó, que no es peruano), vomitadas a un presente apocalíptico en solo dos minutos. El olor a muerte y escoria inundando el ambiente.
Pasará mucho tiempo antes que estas heridas abiertas se cierren. Mis recuerdos -ahora- tampoco son ya tan felices.

miércoles, 15 de agosto de 2007

Rubén Blades: Bohemio y Poeta


Si me dieran a escoger los sonidos que deberían poblar las cantinas y burdeles, sin duda alguna elegiría los primeros discos de Rubén Blades. Mis horas en aquellos recomendables lugares se extenderían más allá de la cuenta si así fuera. Y mis amores, también.

Fue uno de sus primeros discos en solitario (“Bohemio y Poeta”) y también –como suele suceder con las obras maestras- fue malentendido. Los salseros puristas –otra vez con los puros- reclamaban la presencia de Willie Colón (no hacía mucho se había acabado aquella magistral sociedad) y sostenían que la suerte de Blades estaba echada. Corría el año 1979 y la Fania –aquella máquina fundamental en la canción tropical- reventaba.

Sin embargo, Blades demostró que estaba lejos de ser la sombra de Willie Colón. Cada una de las canciones de este disco resume sudor, callejón y harto trago. Canciones como “Juan Pachanga”, “Sin tu Cariño” o “Paula C” son festivas, sí, pero tienen además el sinsabor y la angustia de los amores perdidos y contrariados.

Pablo Pueblo” sería materia de un post aparte. Enmarcada dentro de la canción social que tan afín es a Blades, cuenta la historia de cualquier mísero latinoamericano –de entonces y de ahora-: desempleado o cachuelándose por algunos centavos, viviendo al día, presa fácil de la politiquería barata, alejado de la algazara oficial que señala que vamos bien (¿?), eterno postergado, con el odio y el resentimiento a flor de piel.

Las cervezas y el ron corren por mi cuenta, y está permitido bailar, llorar y enamorarse (de nuevo).

"Pablo Pueblo
hijo del grito y la calle
De la miseria y del hambre
Del callejón y la pena
Su alimento es la esperanza
Su paso no lleva prisa
Su sombra nunca lo alcanza"


sábado, 11 de agosto de 2007

Juan José Arreola




RECETA CASERA


Haga correr dos rumores. El de que está perdiendo la vista y el de que tiene un espejo mágico en su casa. Las mujeres caerán como las moscas en la miel.


Espérelas detrás de la puerta y dígale a cada una que ella es la niña de sus ojos, cuidando de que no lo oigan las demás, hasta que les llegue su turno.

El espejo mágico puede improvisarse fácilmente, profundizando en la tina de baño.Como todas son unas narcisas, se inclinarán irresistiblemente hacia el abismo doméstico.



Usted puede entonces ahogarlas a placer o salpimentarlas al gusto.
(de Variaciones Sintácticas)




Stephen King y los puros


Hay gente -entre ellos, amigos que conozco- que detestan la obra de Stephen King. Huyen de sus libros como la peste.

Sostienen -y para ello engolan la voz- que no es literatura, que es basura destinada al consumo masivo. Abominan que un escritor pueda tener fans al igual que una banda de rock. Si por ellos fuera, el King ése debiera estar bajo tierra al igual que los mononeuronales de sus lectores.

Pontifican entonces -engolando aún más la voz- sobre lo que es un escritor y la literatura de verdad: antes que nada debe ser desconocido (mientras más caleta mejor, cuando accede al gran público se 'pacharaquea' y mis amigos pierden la condición de sacerdotisos únicos del susodicho), luego sus libros deben ser enrevesados, metatextuales (con historias que no son para disfrutarlas sino para sufrirlas -literalmente-), mientras menos se entiendan las novelas del susodicho, mejor, así nadie osará a enrostrarles que no comprendieron un carajo.

Mis amigos son así, legiones de puros que no pueden contaminarse con el buen Stephen King. Los quiero mucho a pesar de estos -y otros- defectos.

Por mi parte, estuve rondando por la única libreria de mi ciudad, husmeando y curioseando, y me encontré con la última novela de King (del cual, dicho sea de paso, he leído ingentes cantidades de su producción, divirtiéndome como un chancho): "La Historia de Lisey" y no lo pensé dos veces: pagué los 45 soles (me hacen un descuento del 10% por cliente frecuente) de rigor y, gozoso, llegué a casa y me abalancé sobre una de sus mejores historias jamás publicadas.

Pobres mis amigos, no saben lo que se pierden.