jueves, 24 de junio de 2010

Sabina en Lima (02/06/2010)


Hay regalos que llegan adelantados y que son, también, inesperados.


En mi ciudad anclada en medio de los andes, leyendo los diarios, lamentaba no poder asistir a esos –cada vez- más frecuentes conciertos que sacuden Lima. A algunos he ido pues sería un sacrilegio pasarlos por alto (Metallica), otros no me mueven un pelo (Arjona, Beyonce y demás animalejos por el estilo) y los más hubiera ido sino fuera por las 20 horas y la vida en juego que supone un viaje por tierra a Lima o los 160 dólares más impuestos del pasaje aéreo.

En esas estaba, lamentando no poder asistir al concierto que daría Joaquín Sabina en Lima, cuando mi compañera de siempre me sorprende mostrándome dos entradas en zona VIP como regalo adelantado del día del padre. Sin pensarlo mucho, hacemos maletas y, por una enfermedad inesperada, llevamos a la pequeña Mikaela a visitar a sus abuelos a la malhadada capital.

Había tenido la suerte de ver a Sabina hace muchos años en la Universidad Católica, cuando llegó de gira con Pablo Milanés y aun no era muy conocido por estos lares, por eso sabía que iba a ser una noche muy especial. Pero de eso había pasado ya mucho tiempo y mucha agua había corrido bajo el puente. Entre ellos, la edición de varios discos fundamentales de Sabina (“Yo, mi, me, contigo”, “19 días y 500 noches”, entre otros) y una crisis de salud que casi se lo lleva por delante, obligándolo a bajar revoluciones, cigarrillos, trago y sustancias de dudosa procedencia.

La noche prometía y aunque el Jockey Plaza era un hormiguero de pituquería limeña, uno se emociona hasta el tuétano cuando ingresa a la pequeña explanada y ve el escenario dispuesto para ser motivo de comunión con uno de los ídolos musicales de mi vida universitaria, y, desde entonces, del resto de vida que me quede.

El frío limeño estaba más agresivo que de costumbre y alrededor de las 9:30 de la noche, Joaquín Sabina enfundado en su típico traje negro y su sombrero bombín, arrancó a su guitarra los primeros acordes de “Tiramisú de Limón”, el primer single de su último disco “Vinagre y Rosas”. “Buenas noches, Lima, este no será un concierto cualquiera, porque esta no es una ciudad cualquiera”. Así iniciaba la pelea el viejo Joaquín en lo que sería la última presentación que cerraría su gira latinoamericana del 2010.

Durante casi tres horas Joaquín Sabina hizo un repaso –apretado- a lo mejor de su –extenso- repertorio. Poco a poco la gente se fue contagiando de la nicotina de sus versos y la noche se fue presentando redonda. No faltaron los clásicos (“Aves de paso”, “Contigo”, “Y sin embargo” “Peor para el sol” “Calle melancolía”) y las nuevas canciones de los últimos discos. Confeso admirador de Bryce y de las noches limeñas, Sabina estuvo con sus dos jóvenes hijas (Carmela y Rocío, a quienes dedicó “La del pirata cojo”) y su novia Jimena, a la que cantó “Rosa de Lima”. Con sus compinches musicales y amigos de toda la vida, Pancho Verona y Antonio García de Diego, acompañados por otros músicos sobresalientes, Sabina regaló una noche inolvidable a todos los que allí nos congregamos buscando reencontrarnos con aquel flaco de voz aguardentosa y resaqueada, que con sus canciones nos acompañaba –y lo sigue haciendo hasta ahora- y nos hacía enamorarnos de la noche y sus excesos.

“Princesa” fue el climax de la noche, con toda la gente cantando y gritando aquello de que: “Ahora es demasiado tarde, princesa / búscate otro perro que te ladre, princesa”.

Grande Sabina, maestro de los versos sucios, las mujeres fáciles y las canciones inolvidables.

viernes, 18 de junio de 2010

Saramago (1922-2010)

Dicen que una leucemia crónica se llevó a José Saramago el día de hoy 18 de junio de 2010. 
Dicen que tenía 87 años pero parecía un joven de 20.
Dicen que hasta el final escribió pues asumió la literatura como única forma de vida.
Dicen que era un eterno inconforme con el mundo, por eso sus novelas eran una forma de tomar revancha contra él.
Dicen que sus fieles seguidores lo extrañarán demasiado.
Sin embargo, creo que lo que dicen no es muy cierto. Saramago no se ha ido. Sus libros están allí y nos sobrevivirán a todos nosotros.

sábado, 12 de junio de 2010

El baile de los que sobran




Los Prisioneros fueron los primeros que enseñaron a mi generación que la canción protesta también podía bailarse. Y lo hicieron desde una carrera sólida, poderosa y fundamental para el rock en español hecho en este continente. Jorge Gonzáles (voz y bajo), Claudio Narea (guitarra) y Miguel Tapia (batería), amigos desde la escuela, pusieron a bailar –y pensar- a casi toda américa latina.

Recuerdo que uno de mis primeros discos de vinilo fue "La voz de los '80" (1984); uno andaba en el colegio y buscaba desesperadamente referentes a los cuales asirse, algo con lo que sentirse identificado, entonces, desde una formación básica –guitarra, bajo y batería-, Los Prisioneros le pusieron ritmo, música y letras contestatarias a un continente joven en plena ebullición. Asimismo, no fueron pocos quienes echaron de menos aquel trío de "sudamerican rockers" cuando en 1991 decidieron separarse. Y algo nos olía mal cuando en el 2001 decidieron juntarse nuevamente para una serie de conciertos (que los trajo de vuelta al Perú, los pude ver en Cusco y Arequipa) y la edición de un par de discos fácilmente descartables [Los Prisioneros (2003) y Manzana (2004)].



 
Sin embargo, luego de leer "Mi vida como prisionero" la autobiografía de Claudio Narea (Santiago, Grupo editorial Norma, 337 páginas) todo ese halo místico de grupo de rock elegido y conformado por amigos inseparables se desmorona como un castillo de arena.

En primer lugar, contra lo que podría pensarse, Los Prisioneros -en su primera época- nunca vieron mucho de aquel dinero que hicieron ganar a la industria musical. Seguían viviendo austeramente y aun iban en colectivo y caminando a sus presentaciones pues no había siquiera para el taxi y menos para el auto nuevo (incluso Narea, casado ya con su novia adolescente, vivió una larga temporada en la casa de sus padres, como suele suceder con muchas parejas jóvenes de este lado del continente). Recién cuando se volvieron a juntar en el 2001, y gracias a los multitudinarios conciertos que ofrecieron en varias ciudades de latinoamérica, pudieron reunir una cantidad de dinero considerable que les permitieron unos lujos mínimos (una casa decente donde mudarse, unos instrumentos musicales decentes). Narea hasta la fecha se recursea como puede para seguir subsistiendo.

 
En segundo lugar, la razón de la separación de Los Prisioneros en el año 1991 no se dio por discrepancias musicales entre sus miembros ni por el carácter autoritario y manipulador de Gonzales, sino por una razón mucho más mezquina y oscura. Jorge Gonzáles mantuvo un romance paralelo con la entonces joven esposa de Claudio Narea (Claudia). El romance se mantuvo en secreto hasta que Narea encontró a su mujer unas cartas –explícitas y eróticas- de Gonzales dirigidas a ella. Con el duplicado de la llave del departamento de Gonzales que tenía su mujer, Narea esperó dentro a que llegara Gonzáles y con un puñetazo en la cara decidió su salida del grupo. En el disco Corazones (1990) abundan canciones que Gonzáles escribió a la mujer de Narea ("Amiga mía" y "Estrechez de corazón", por ejemplo). Lo más lóbrego del asunto es que luego que Narea y su mujer intentaran recomponer su relación, ella seguía siendo acosada por Gonzáles, quien por esa época ya estaba enganchado en las drogas. Poco quedaba en él de aquél letrista imberbe y contestatario que pensaba mejorar el mundo con sus canciones.

El libro de Narea es una confesión honesta del mundo del rock y del ascenso y caída de uno de los grupos fundamentales en la escena musical latinoamericana. Es la historia de cómo un grupo de amigos construyeron –y destruyeron- un ícono cultural de la década de los ’80 y de cómo esa amistad fue en realidad algo etéreo y vano, como la fama.

Del libro: "Esta es la historia de mi vida, que por cierto es además la biografía de un prisionero. Todo lo que relataré a continuación es real. A veces parece mentira, pero es real. La historia de la banda de rock Los Prisioneros es así. Es la historia de una amistad extraña, pero al fin y al cabo es esa amistad la que hizo todo. La historia de Los Prisioneros trata precisamente sobre eso: prisioneros, gente atrapada en una celda: algunos que sueñan con ser libres y otros que saben que nunca lo serán. Nadie en su sano juicio querría estar en una prisión. Yo al menos sé que al escribir este libro abandono para siempre ese lugar. Sin embargo me sentiré bien si se refieren a mí como un ex prisionero: alguien que pudo escapar y volvió a ser libre".



PD: Siempre me acordaré cuando, una noche del 2002 en Madrid, este hereje se encontraba cenando con un grupo de amigos del curso donde andábamos becados, y de pronto entran al restaurante los tres Prisioneros con sus parejas y se sientan en una mesa contigua a la nuestra. Me emocioné sinceramente hasta el tuétano y hasta pensé en vencer mi obstinada timidez y acercarme a comentarles cualquier cosa relacionada con la admiración juvenil que les tenía. Sin embargo, cuando iba a hacerlo, mi querido amigo argentino Daniel me preguntó quiénes eran y ni siquiera cuando me desgañité explicándole lo fundamental de su obra los reconoció. No podía entender cómo alguien en sudamérica no los había siquiera escuchado. Me quedé sentado y esa noche algo de mi ilusión adolescente por Los Prisioneros murió en ese restaurante.