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Imaginen ahora, sin embargo, que luego de la aburrida reunión tienen la oportunidad de subir por un sendero serpenteante -así, como si nada- y encontrarse de frente con esa majestuosidad humana y natural llamada Machu Picchu. Imaginen que no hay casi nadie en ella -por lo avanzado de la tarde-. Que la tienen para ustedes solitos. Imaginen recorrer sus angostos senderos y oler la hierba fresca, recien bañada por la lluvia. Imaginen que palpan con sus manos las inmensas piedras ordenadas simetricamente y se preguntan qué hombres fabulosos participaron en su construcción, cuántas vidas se perdieron en levantarla de la nada, qué misteriosos secretos aún encierra. Imaginen que pueden sentarse un momento en sus inconmovibles cimientos (no importa si el terno se ensucia) y pensar en nada, dejándose llevar por su inaudito paisaje de maravilla descubierta. Imaginen que sienten -literalmente- que eso de la energía que emana este santuario es cierta. Imaginen que no quieren regresar y piensan -por un momento- en desertar del grupo con el que vinieron, buscando fundirse con esa enormidad verde y pétrea.
Imaginen que todo esto -y más- hizo este humilde servidor la semana pasada.
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