Las memorias del cubano Reinaldo Arenas, “Antes que anochezca” (Barcelona, Tusquets editores, 7º edición. 343 páginas), es un libro devastador en varios sentidos.
En primer lugar, porque desnuda la miseria de la revolución cubana, aquel experimento social que entusiasmó a gran parte de Latinoamérica, pero que, luego de muy poco tiempo, terminó plagada de oscuros funcionarios y soplones de toda laya, donde la sola palabra crítica, disidente o contraria al régimen era –y es- condenada como delito y castigada con prisión efectiva en unas cárceles que se asemejan a degradantes campos de concentración. Reinaldo Arenas tuvo la desdicha de encarnar todo lo condenado por los progresistas barbudos que tomaron el poder a partir del 1º de enero de 1959 en la pequeña isla caribeña: era escritor, homosexual y disidente.
El testimonio de Arenas sobre su vida en Cuba es conmovedor y desgarrado. Al principio, aun adolescente, se pliega vigorosamente a la revolución que se venía gestando y que culmina en la toma del poder por parte de Fidel Castro y sus milicianos. Después, poco a poco, va cayendo en cuenta del gran embuste que significaba el régimen que solicitaba sacrificios del pueblo a cambio de discursos floridos y promesas etéreas. Su devoción por la literatura lo lleva a escribir como poseso sus novelas y poemas y pedir a sus amigos que le guarden sus manuscritos originales por temor que caigan en manos de los burócratas del servicio de inteligencia, donde, de seguro, lo condenarían por escribir aquellos despropósitos en una isla donde en teoría el paraíso había sido instaurado en la tierra. Aquel ir y venir de sus manuscritos lo llevó a reescribir de memoria más de tres veces “Otra vez el mar” (una de sus más logradas novelas y que mi dilecto amigo puñalón secuestró de mi biblioteca sin devolución hasta la fecha) porque, por alguna u otra razón, aquel endemoniado manuscrito se perdía una y otra vez. Hasta que sucedió lo inevitable. Le fabrican una denuncia y dictan orden de arresto contra él. Se escapa y logra refugiarse en el Parque Lenin de La Habana por algunos meses, trepado a los árboles y durmiendo como mono colgado en ellos, con la única compañía de un viejo ejemplar de La Ilíada. Teme perder la razón y se deja capturar. La prisión a donde lo envían es en realidad un campo de concentración disfrazado donde los seres humanos son tratados como escoria, trata de suicidarse pero falla. La vida, poco a poco, se vuelve una oscura pesadilla de la cual teme no despertar.
Los suplicios y vejaciones sufridas por Arenas no las narra el yo ficcional del escritor, las sufre él mismo en carne propia y por tanto son el testimonio de un sobreviviente, de alguien cuyo error fue no coincidir con el régimen implantado y que por lo mismo tuvo que padecer los vericuetos de un sistema desalmado y kafkiano que condenaba a la desaparición cualquier intento de disidencia. Si alguien, aun en la actualidad, defiende (con candor o ingenuidad) el régimen cubano, bastaría una lectura de estas descarnadas memorias escritas por un cubano cuyo único delito consistió en declarar abiertamente su insatisfacción con el estado de las cosas existente para reconsiderar los entusiasmos progresistas con relación a Cuba.
En segundo lugar, el libro también es devastador en la descripción abierta e impudorosa de la homosexualidad de Arenas y de los homosexuales en Cuba en aquellos primeros años de la revolución cubana. Según confesión propia, Arenas tuvo encuentros sexuales con más de 5000 hombres en Cuba, muchos de ellos altos oficiales y soldados rasos que representaban la virilidad de la revolución. Sin embargo, esta condición y estas preferencias son narradas de una manera espontánea, sin complejos ni remordimientos de ningún tipo, como una consecuencia previsible y natural de las preferencias sexuales de su autor. Incluso en las más sórdidas aventuras, la libertad de hacer lo que a uno le plazca es la guía que ilumina el camino de Arenas.
Al fin, con la apertura del Puerto Mariel en Cuba para dejar salir a todos los indeseables de la impoluta revolución cubana (homosexuales, orates, delincuentes y un largo etcétera), Reinaldo Arenas consigue escabullirse del férreo control del régimen cubano contra él, y cambiando una letra de su apellido –Arinas por Arenas- logra embarcarse en una de esas naves repletas de desesperados cubanos que dejando atrás familia y sueños destrozados, logran, por fin, escapar del "paraíso terrenal".
Sin embargo, ya una vez libre, aquella libertad sexual le pasaría la factura. Le detectan sida y, muy enfermo ya, antes del fin (antes que anochezca) decide suicidarse, en el ejercicio último de su libertad de decidir. Estamos en Nueva York, en el mes de diciembre del año 1990 y la noche afuera ya llegó.
CARTA DE DESPEDIDA DE REINALDO ARENAS ANTES DE SUICIDARSE:
“Queridos amigos: debido al estado precario de mi salud y a la terrible depresión sentimental que siento al no poder seguir escribiendo y luchando por la libertad de Cuba, pongo fin a mi vida. En los últimos años, aunque me sentía muy enfermo, he podido terminar mi obra literaria, en la cual he trabajado por casi treinta años. Les dejo pues como legado todos mis terrores, pero también la esperanza de que pronto Cuba será libre. Me siento satisfecho con haber podido contribuir aunque modestamente al triunfo de esa libertad. Pongo fin a mi vida voluntariamente porque no puedo seguir trabajando. Ninguna de las personas que me rodean está comprometida con esta decisión. Sólo hay un responsable: Fidel Castro. Los sufrimientos del exilio, las penas del destierro, la soledad y las enfermedades que haya podido contraer en el destierro, seguramente no las hubiera sufrido de haber vivido libre en mi país.
Al pueblo cubano, tanto en el exilio como en la isla, los exhorto a que sigan luchando por la libertad. Mi mensaje no es un mensaje de derrota sino de lucha y esperanza.
Cuba será libre. Yo ya lo soy”
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