lunes, 26 de julio de 2010

Estación Final


Estación Final es uno de esos libros de no ficción que te dejan pensando en muchas cosas por varios días.

Y es que la estupidez humana pocas veces encuentra parangón como cuando estallan las guerras, sean esta raciales, étnicas, religiosas o por el pretexto que venga al canto; siempre, en el fondo, lo que se hace es aborrecer al distinto y se busca, por todos los medios, exterminarlo, borrarlo como sea de nuestra existencia.

Escrita por el periodista peruano Hugo Coya, Estación Final [COYA, Hugo (2010): Estación final. Lima, Aguilar, 158 páginas] es la historia (reconstruida de fragmentos dispersos) de un puñado de judios peruanos que, naciendo en nuestro país de padres inmigrantes, y por diversas razones (económicas, en su mayoría) decidieron emigrar a Francia justo antes de la Segunda Guerra Mundial en busca de un mejor destino. Apresados y detenidos cuando la persecución nazi en la Francia ocupada, fueron recluidos en el cámpo de tránsito de Drancy (un ghetto judío), para luego, después de un largo o corto tiempo, ser enviados en ferrocarriles de carga a los campos de concentración y exterminio nazi (la mayoria a Auschwitz-Birkenau) de donde, ni bien bajaron luego de tres días en un viaje de pesadilla, fueron enviados directamente a las cámaras de gas para ser rociados con Zyclon B (insecticida producido en base a cianuro) hasta su muerte.

Generalmente solemos pensar que la Segunda Guerra Mundial ocurrió en lugares muy, muy lejanos a nosotros y solemos conmovernos únicamente cuando, en las pantallas a technicolor y comiendo canchita, Oskar Schindler rescata a sus empleados judíos pero llora por no poder hacer más, sin embargo -y gracias a este libro de Hugo Coya- podemos palpar de cerca el horror y la verguenza que también a nosotros como país nos tocó vivir en esta tragedia donde millones de seres humanos vieron trastocadas -irreversiblemente- sus vidas ("Pero el hecho más vergonzoso y repudiable ocurrió en octubre de 1942, cuando el Congreso Judío Mundial, con sede en Portugal, pidió a la comunidad residente en el Perú que gestionara ante nuestro gobierno el envío de niños huérfanos desde la zona no ocupada de Francia. Estados Unidos ya había concedido cinco mil visas; Canadá, doscientas; y Chile, cincuenta. El gobierno peruano, en cambio, se negó a conceder visa alguna a esos niños, a pesar que no le iba a costar un solo centavo, pues serían adoptados y mantenidos por familias judias residentes en el país. Los pequeños -entre los 4 y los 10 años- murieron luego en las cámaras de gas de Auschwitz, pues, al nadie hacerse responsable de ellos, resultaron siendo enviados por los nazis al campo de tránsito de Drancy.", pág.39-40). La justificación que dio el entonces canciller del gobierno de Prado, Alfredo Solf y Muro, es que esos niños iban a crecer y "tendremos otros cien judíos en el Perú".

["Me recuerdan (...) a todos esos buenos ciudadanos alemanes que, después de haber sacudido cada mañana, durante años, la ceniza de la ropa que tenían colgada a secar en el balcón, pusieron ojos como platos al enterarse, perdida la guerra, de que en las afueras de su puto pueblo había hornos crematorios", Arturo Pérez-Reverte, Cuando éramos honrados mercenarios, pág.122]

Y es que, como dije, la guerra no hace más que sacar lo peor de los seres humanos para embarrar al resto. Estación final de Hugo Coya no hace más que recordarnos esto.

          

No hay comentarios.: