Estación Final es uno de esos libros de no ficción que te dejan pensando en muchas cosas por varios días.
Y es que la estupidez humana pocas veces encuentra parangón como cuando estallan las guerras, sean esta raciales, étnicas, religiosas o por el pretexto que venga al canto; siempre, en el fondo, lo que se hace es aborrecer al distinto y se busca, por todos los medios, exterminarlo, borrarlo como sea de nuestra existencia.
Escrita por el periodista peruano
Hugo Coya,
Estación Final [
COYA, Hugo (2010): Estación final. Lima, Aguilar, 158 páginas] es la historia (reconstruida de fragmentos dispersos) de un puñado de judios peruanos que, naciendo en nuestro país de padres inmigrantes, y por diversas razones (económicas, en su mayoría) decidieron emigrar a Francia justo antes de la Segunda Guerra Mundial en busca de un mejor destino. Apresados y detenidos cuando la persecución nazi en la Francia ocupada, fueron recluidos en el cámpo de tránsito de Drancy (un ghetto judío), para luego, después de un largo o corto tiempo, ser enviados en ferrocarriles de carga a los campos de concentración y exterminio nazi (la mayoria a Auschwitz-Birkenau) de donde, ni bien bajaron luego de tres días en un viaje de pesadilla, fueron enviados directamente a las cámaras de gas para ser rociados con Zyclon B (insecticida producido en base a cianuro) hasta su muerte.
Generalmente solemos pensar que la Segunda Guerra Mundial ocurrió en lugares muy, muy lejanos a nosotros y solemos conmovernos únicamente cuando, en las pantallas a technicolor y comiendo canchita, Oskar Schindler rescata a sus empleados judíos pero llora por no poder hacer más, sin embargo -y gracias a este libro de Hugo Coya- podemos palpar de cerca el horror y la verguenza que también a nosotros como país nos tocó vivir en esta tragedia donde millones de seres humanos vieron trastocadas -irreversiblemente- sus vidas (
"Pero el hecho más vergonzoso y repudiable ocurrió en octubre de 1942, cuando el Congreso Judío Mundial, con sede en Portugal, pidió a la comunidad residente en el Perú que gestionara ante nuestro gobierno el envío de niños huérfanos desde la zona no ocupada de Francia. Estados Unidos ya había concedido cinco mil visas; Canadá, doscientas; y Chile, cincuenta. El gobierno peruano, en cambio, se negó a conceder visa alguna a esos niños, a pesar que no le iba a costar un solo centavo, pues serían adoptados y mantenidos por familias judias residentes en el país. Los pequeños -entre los 4 y los 10 años- murieron luego en las cámaras de gas de Auschwitz, pues, al nadie hacerse responsable de ellos, resultaron siendo enviados por los nazis al campo de tránsito de Drancy.", pág.39-40). La justificación que dio el entonces canciller del gobierno de Prado, Alfredo Solf y Muro, es que esos niños iban a crecer y
"tendremos otros cien judíos en el Perú".
[
"Me recuerdan (...) a todos esos buenos ciudadanos alemanes que, después de haber sacudido cada mañana, durante años, la ceniza de la ropa que tenían colgada a secar en el balcón, pusieron ojos como platos al enterarse, perdida la guerra, de que en las afueras de su puto pueblo había hornos crematorios",
Arturo Pérez-Reverte, Cuando éramos honrados mercenarios, pág.122]
Y es que, como dije, la guerra no hace más que sacar lo peor de los seres humanos para embarrar al resto.
Estación final de Hugo Coya no hace más que recordarnos esto.