domingo, 2 de marzo de 2008

Las Tumbas de los Otros


Cuando visité la tumba del poeta Javier Heraud dije que una de las cosas que más me llamó la atención fue el descuido del camposanto donde se encontraba.

No es que esperara un Pere-Lachaise ni mucho menos (por algo es el cementerio antiguo –y abandonado- de Puerto Maldonado) pero me encontré con más de una sorpresa.

El panteón –creo haberlo dicho también- es un enorme canchón cubierto por maleza y vegetación, lleno de animalejos rastreros (lagartijas o ratas, no tuve el valor de averiguarlo) con solo una pequeña trocha que te invita a seguir caminando para descubrir lo mal que lo pasan los muertos.

La mayoría de tumbas están enterradas al ras del suelo (nada de pabellones de concreto ni ataúdes de madera que restrinjan el contacto con la naturaleza). Los pocos sepulcros construidos que existen están violentados e ignoro si por acción de la inclemente selva que nada respeta o por el sacrilegio de irrespetuosos ladrones que buscan sabe Dios qué en ellas (lo cierto es que al verlos así, despanzurrados y abiertos al sol, los esqueletos parecieran que pugnan por escapar de su prisión de ladrillos y cemento).

Una sola cosa me hizo sonreir en aquel abandonado lugar. La tumba que ven abajo pertenece a alguien que murió en 1973 -el año en que nací- y cuando llegué a la mañana muy temprano y era el único visitante, tenía servido -aún caliente- el plato de comida favorito del difunto: arroz con frejoles y pescado frito. Aún no estaba terminado e imagino que el muerto esperaba que me fuera para poder acabarlo. De seguro no quería compartir.

Amor constante más allá de la muerte, que le dicen...

No hay comentarios.: