lunes, 10 de setiembre de 2007

VIDA DE PERROS

Husmeando entre cosas viejas, encuentro este relato. Combato contra mi sentido del ridículo y la verguenza y lo reproduzco a continuación:

VIDA DE PERROS

En aquella época, para nosotros, el mundo se dividía en antes y después de los exámenes. Antes, los cafés al amanecer, la confusión, los ojos hinchados y enrojecidos por la falta de sueño; era el momento de comprobar que el día tiene en verdad veinticuatro horas, enterrados como andábamos en libros, puteando y maldiciendo. Después, el desenfreno, las farras interminables, el ron y la cerveza ardiendo a nuestras gargantas, los besos, los revolcones, la vida a plenitud y sin tregua.

Pero cuando digo que los exámenes nos traumaban no lo hago porque acaso nosotros fuéramos ideales estudiantes o ejemplos a seguir, nada de eso, el Derecho nos importaba entonces lo que un pepino, simplemente, nos repelía la idea de volver a cursar –si es que los desaprobábamos- aquellas materias insoportablemente aburridas; el infierno realmente habitaba en nuestras aulas. En esos tiempos consumíamos casi de todo para ahuyentar el sueño: anfetaminas, café diluido en coca-colas, aspirinas con cerveza, duchazos de agua fría en la madrugada, cosas así; tras todo ello, generalmente lo único que manteníamos en pie era el morbo y la fantasía, y una situación incómoda –en esos trances- que a veces se tornaba insostenible entre nuestras piernas (un onanista compañero nos dio el antídoto para tan alevosa contraindicación, masturbarse puntualmente cada hora y media, así al menos uno podía leer el manual de Derecho Industrial sin imaginarse que hacía el amor con blondas obreras sudorosas alrededor de una factoría).

Por esos días también la conocí... Patricia ¡diablos!, magnífico cuerpo, caderas y piernas de ensueño dibujadas tras unos jeans desteñidos, senos redondos y firmes que, como duraznos en almíbar, reposaban bajo su blusa transparente, y un par de increíbles ojos negros de relámpago. Sí, lo recuerdo bien, eran aquellos ojos indescifrables, ahora tímidos, los que espiaban angustiados mi examen, aquella tarde áspera cuando el proceso penal terminó de acoplarse con la arrechura que entonces me embargaba...

- Oye, ¿tienes la cinco?-
Me hice el desentendido, entonces, ni siquiera la miré.
- Hey, por favor, la cinco, ¿la tienes?-
- Eso depende- ataqué tanteando el terreno.
- Depende... ¿de qué?- me preguntó susurrando y casi a punto de llorar, entonces me fije lo carnosos que eran sus labios.
- De lo que tengas que hacer mañana a la noche- no podía dar concesiones, además, ¿qué hacer una vez echado al mar sino nadar?.
- ¿Estás loco?, ¿Y el final de Internacional?- me sonrió y entonces todo era cuestión ya de saber administrar la situación.
- Bah, el profesor es un reverendo imbécil, todo el mundo se copia-
Alea jacta est.
- Está bien, pero tengo que regresar temprano-
- Ok. Paso por ti a las ocho- sellamos el pacto con una mutua sonrisa y me apresuré a vomitarle lo que en el proceso penal no se considera objeto de prueba: lo notorio, las leyes naturales, lo imposible...

Aquella noche la luna fue mi cómplice, después de una de Almodóvar en la Filmoteca, hubo vino –su reticencia era pura pose, se derretía ante un buen tinto- y abundante conversa en un barcito pacharaco del centro, después, las horas que corrían mientras sudábamos y nos agitábamos en un hostal, mientras desnudos pontificábamos la gloria del amanecer. No hay discusión, nada en la vida se compara a un buen polvo.

Nuestros encuentros de fortuitos pasaron a ser habituales, la relación clandestina, contra todo pronóstico, se asentó y consolidó, la vida en la universidad seguía igual de mediocre, mi mujer adquirió hábitos quisquillosos y caprichos estúpidos, las ramas del Derecho navegaban por mi cerebro sin echar ancla alguna, y, por si fuera poco, el futuro se presentaba –al menos para mí- como una colilla apagada. A nuestro horizonte, en verdad se lo tragaba el horizonte.

El final de mi juventud –y el de la historia- es bastante previsible, en vez de graduarme y hacer la tesis, obtuve un hijo y me titulé de marido (en realidad tuve que casarme, porque Patricia, además de buena amante era también bastante católica, y no aceptaba otro tipo de solución al problema del retraso). Conseguí un empleo mediano de redactor en un semanario de actualidad –mi afición a la literatura terminó por salvarme- y comencé a arrastrar una extraña vida en común con una mujer y un pequeñuelo, que, demás está decirlo, se parece cada vez más a su madre y menos a mí. Con los amigos de la facultad me veo esporádicamente, lo suficiente para que una buena borrachera nos haga recordar aquellos tiempos idos de libros y glorias. Algunos, los menos, han triunfado y destacan ganando pleitos ajenos e inhalando cocaína (además de pagarnos las copas); otros, los más, fracasan diariamente coexistiendo con la inmundicia del Poder Judicial y una vida mediocres. A todos por igual los años han acrecentado su estupidez.

Es curioso, pero por mi parte recuerdo todo esto con nostalgia, aquí en el hospital, mientras fumo un cigarrillo a escondidas y espero a que Patricia acarree otra boca más que alimentar –sólo espero que sea mujer y que herede de su madre aquellos ojos negros de relámpago-, mirando el pasado en los recuerdos con una única convicción, que, lenta, ásperamente, se escurre por mi garganta, nuestra vida es de perros y la juventud, una mierda.

P.d.- Lo escrito líneas arriba es para la horda Valium, la mejor materia que me dio la universidad .
Lima, marzo 13, 1993.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

oe ta bueno tu cuento, ya lo habia olvidado..

Anónimo dijo...

no seras Ruiz ortega o rilo, escribes igualito

keiner dijo...

jajaja... que tal consejo jalon y a estudiar!!! tiempos aquellos!!!!!