Viví en Pisco una gran parte de mi infancia. La que recuerdo con más cariño y gratitud.
Recorrí mil veces sus plazas y calles, escuché cientos de misas en su iglesia principal (solo, a las 6:30 de la mañana, cuando creía que Dios era una presencia omnipotente), jugué fútbol por primera -y última vez- en un equipo del colegio, descubrí el Atari cuando mi viejo me lo compró a plazos en Carsa y me enamoré desaforadamente de tres compañeras de escuela y una vecina (las que ninguna o poca bola me daban).
Sin embargo, por sobretodas estas cosas, en Pisco me enamoré del mar. Aún recuerdo con nostalgia aquellos veranos que empezaban muy temprano, mi viejita llevando chocolate y pan con mantequilla para el desayuno, las playas solitarias (Lagunillas, La Catedral), nadando en Paracas, las cámaras de llantas de tractores como salvavidas, los amigables lobos de mar. Aquella mañana de excursión hasta El Candelabro, bajo un sol inclemente y salino, donde -asustados- descubrimos un ataud colonial. La caleta de San Andrés con sus cebiches restauradores y sus apanados de tortuga. Las playas traicioneras infestadas de mantarayas (Pastelillos le llamaban) que casi me sacan el pie y las lágrimas que guardaba para ocasiones mejores. La vida que transcurría fácil para un niño, sin complicaciones.
Recuerdo todo eso ahora, cuando sé que casi toda la ciudad ha sido destruida por el terremoto del miércoles 15 de agosto. Veo las imagénes de aquel pacífico pueblo donde conocí lo más parecido a la felicidad y no puedo creerlo. Aquellas gentes con la desesperanza reflejada en el rostro (cuántas que conocí estarán sufriendo, maldiciendo a un Dios que no ayudó, que no es peruano), vomitadas a un presente apocalíptico en solo dos minutos. El olor a muerte y escoria inundando el ambiente.
Pasará mucho tiempo antes que estas heridas abiertas se cierren. Mis recuerdos -ahora- tampoco son ya tan felices.
1 comentario:
una verdadera desgracia y bellos recuerdos el tuyo.
Saludos
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