Todo empezó el viernes pasado.
Un ligero dolor de huesos en ambas piernas y un sudor helado recorriéndolas anunciaban la hecatombe. Luego, a la noche, escalofríos y sudores, alucinaciones, desataban la fiebre y los demonios escondidos en el cuerpo de este hereje servidor. Garras de hielo atravesaban los huesos y cualquier maldición resultaba insuficiente. Con tanto frío, el infierno parecía un buen lugar.
Reacio a luchar con armas químicas, en medio del delirio, me niego a ingerir pastilla alguna y me aviento –pecho descubierto- a la fiebre y sus excesos. Innumerables batallas imaginarias se libran esa noche y yo pierdo casi todas.
Empapado en mi sudor veo amanecer –por fin- e iluso creo que lo peor pasó.
Sábado, domingo –me censan desvariando- y lunes, la fiebre (idéntica, invariable, resistente) me atrapa, con alevosía de nocturnidad, y me lleva a sus oscuros dominios.
Tal es el caldero donde me cocino lentamente que hasta contemplo la posibilidad de recurrir al Seguro Social –¡Horror¡- y dejarme hacer por aquellos médicos ignorantes, matasanos e indolentes, tan preocupados por la salud del prójimo como por el último libro de Habermas. Un último rapto de lucidez me hace desistir, pero las fuerzas fallan y no creo que pueda soportar más.
Repleto de paracetamol burlo, por horas, a mi pequeño infierno particular pero la vigilia se confunde con el sueño y no sé donde despertar o seguir durmiendo. A estas alturas, mi garganta es un hoyo de clavos y vidrios rotos. Pasar saliva es una tortura del Santo Oficio.
Hoy martes me di por vencido, acudo a una querida amiga farmaceútica y descubro para ella mi lampiña nalga. Una aguja destila en mí un cóctel Lincomicina y Dexametasona y me siento un poco mejor.
Espero a la noche la fiebre para librar la última batalla.
“Con los brazos de la fiebre que aún abarcan mi frente/lo he pensado mejor.
Y desataré las serpientes de la vanidad./El paraíso es escuchar,el miedo es un ladrón/ al que no guardo rencor/y el dolor es un ensayo de la muerte”.
(Héroes del Silencio, En Brazos de la Fiebre).
Un ligero dolor de huesos en ambas piernas y un sudor helado recorriéndolas anunciaban la hecatombe. Luego, a la noche, escalofríos y sudores, alucinaciones, desataban la fiebre y los demonios escondidos en el cuerpo de este hereje servidor. Garras de hielo atravesaban los huesos y cualquier maldición resultaba insuficiente. Con tanto frío, el infierno parecía un buen lugar.
Reacio a luchar con armas químicas, en medio del delirio, me niego a ingerir pastilla alguna y me aviento –pecho descubierto- a la fiebre y sus excesos. Innumerables batallas imaginarias se libran esa noche y yo pierdo casi todas.
Empapado en mi sudor veo amanecer –por fin- e iluso creo que lo peor pasó.
Sábado, domingo –me censan desvariando- y lunes, la fiebre (idéntica, invariable, resistente) me atrapa, con alevosía de nocturnidad, y me lleva a sus oscuros dominios.
Tal es el caldero donde me cocino lentamente que hasta contemplo la posibilidad de recurrir al Seguro Social –¡Horror¡- y dejarme hacer por aquellos médicos ignorantes, matasanos e indolentes, tan preocupados por la salud del prójimo como por el último libro de Habermas. Un último rapto de lucidez me hace desistir, pero las fuerzas fallan y no creo que pueda soportar más.
Repleto de paracetamol burlo, por horas, a mi pequeño infierno particular pero la vigilia se confunde con el sueño y no sé donde despertar o seguir durmiendo. A estas alturas, mi garganta es un hoyo de clavos y vidrios rotos. Pasar saliva es una tortura del Santo Oficio.
Hoy martes me di por vencido, acudo a una querida amiga farmaceútica y descubro para ella mi lampiña nalga. Una aguja destila en mí un cóctel Lincomicina y Dexametasona y me siento un poco mejor.
Espero a la noche la fiebre para librar la última batalla.
“Con los brazos de la fiebre que aún abarcan mi frente/lo he pensado mejor.
Y desataré las serpientes de la vanidad./El paraíso es escuchar,el miedo es un ladrón/ al que no guardo rencor/y el dolor es un ensayo de la muerte”.
(Héroes del Silencio, En Brazos de la Fiebre).
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