Es curioso cómo las cosas más insignificantes, aquellas que de tan cotidianas pasan desapercibidas, de pronto, cuando faltan y están ausentes, nos acarrean inmensos problemas.
Hasta hace dos semanas la rutina diaria era simple: abrir los ojos (a veces de manera natural, a veces con el maldito despertador), encender el calentador de agua -terma que le dicen-, esperar media hora y recibir el baño diario que terminaba de sacarme del reino del sueño. Luego, ir a trabajar y a ocuparme de cosas mucho más importantes.
Eso era antes, cuando la felicidad era casi completa. Dos semanas atrás una filtración en la pared de la casa comenzó a preocuparme y luego otra justo debajo de la sala me obligó a tomar decisiones drásticas. Convocados los especialistas en el tema hubo una sola decisión unánime: había que -literalmente- deshacer el baño principal en busca de la bendita filtración de agua. Adiós ducha diaria y amaneceres tranquilos. Adiós mañanas frescas y limpias.
Hace dos semanas mi vida ha tomado un rumbo inesperado. Cada noche, cual gitanos perseguidos, tomo a mi mujer y mi hija y equipados en sendas mochilas y con la luna de cómplice, peregrinamos en busca de amigos piadosos que nos presten sus duchas por algunas horas. Hace dos semanas que la generosidad y eso que llaman amistad hace que un chorro de agua (fría para mí, caliente para el resto) se lleven la amargura de un mal día, otro más sin ducha.
Creo que lo peor ya pasó. Ahora cambian las mayólicas y los cerámicos del baño y los expertos nos dicen -enfundados en sus gorritos de papel periódico- que dentro de tres días las cosas estarán solucionadas y seré nuevamente yo y será mía -de nuevo- mi bendita rutina diaria.
Caray, en momentos como este me hubiese gustado leer menos literatura y más revistas de Mecánica Popular.