A Steve Jobs (1955-2011) nunca lo conocí y tampoco me interesó demasiado su trabajo o su vida. Soy demasiado ignorante en temas informáticos para saber la ventajas de una Mac sobre un PC común y corriente. Con las justas opero algunas teclas para conectarme con el mundo y no ser una completa inutilidad frente a la pantalla.
Sin embargo, Jobs fue el responsable de que yo tenga un Ipod con 80 gb de música y que (casi) toda la música que me gusta, aquella que me hace soñar y pensar, en mis buenos y malos momentos, estén a mi alcance siempre y las pueda llevar donde quiera. Él es el responsable que casi diez mil canciones puedan estar almacenadas en ese aparatejo minúsculo del tamaño de una calculadora. A él le debo que todos los días de mi vida tengan un soundtrack diferente y distinto, según mi estado de ánimo o la reproducción aleatoria de mi Ipod negro.
Ahora que un cáncer al páncreas lo obligó a decir adiós antes de tiempo (a pesar de su inmensa fortuna, y es que –verdad de Perogrullo- la muerte no distingue mucho entre clases sociales) me entero de ciertas cosas: que sus padres biológicos lo dieron en adopción porque eran muy jóvenes y no querían demasiados problemas, que nunca le interesó demasiado la escuela o la universidad, que fundó Apple en el garaje de su casa, que lo echaron de la compañía que él creó y solo después que regresó Apple tuvo el éxito comercial que ahora tiene, que creó Pixar y, gracias a ella, las mejores películas de animación que haya visto, que jamás dejó que su enfermedad le quitara las ganas de vivir.
A la mañana de hoy escuchaba en la radio que Jobs podía compararse con Edison o Ford, visionario en un mundo donde –ingenuamente- se cree que todo está hecho o dicho. Yo no lo sé. Como dije, sigo siendo un ignorante en muchísimas cosas (demasiadas). La mayoría de mis certezas tienen que ver aquello que me gusta hacer y, dentro de ellas, la música ocupa un lugar especial. Ojalá que donde esté Steve Jobs tenga mucha a su disposición.