Fíjese bien en el rostro que, como un lunar maligno, afea estas líneas. Mírelo detenidamente y observe en él a los miles de hijos de puta que pueblan este país.
Se trata de José Luis Astahuamán, alias ‘papita’, un delincuente reincidente y avezado, el mismo que, por robar unos cuantos miles de dólares a sus abuelos, descerrajó un tiro a quemarropa a la pequeña Romina Cornejo de tres años, dejándola postrada en cama de por vida, cuadripléjica, sumiendo a sus humildes padres en una desesperación lindante con la locura.
Este rostro, que parece desconcertado y arrepentido, pertenece a la inmensa legión de hijos de puta que tocó en suerte a este desgraciado país. Gente sin código ni conmiseración alguna por el prójimo. Delincuentes que, lo mismo te apuñalan por un par de zapatillas usadas, te arrojan de la combi en marcha por un celular o te cosen a tiros por algún dinero retirado despreocupadamente de un cajero automático. Hijos de puta a los cuales no les importa nada ni nadie y que se escudan en un poder judicial timorato, ocioso y formalista, que larga por la puerta grande a aquel otro hijo de puta que arrojó en la cara de su mujer una olla de agua hirviendo para que aprenda a respetar al hombre de la casa.
Y es que aquí, en este desdichado país, nos sobran los hijos de puta y no sabemos muy bien qué hacer con ellos. Lo mismo los recluimos en una cárcel (pero por poco tiempo, con tantos beneficios que se reparten como caramelos), los ponemos como guardianes del orden, en el congreso o en el mismo palacio de gobierno. Y así nos va.
Sin embargo, quizás no sean únicamente unos cuantos miles los hijos de puta que pululan por estas tierras; con nuestra pasividad y condescendencia, con nuestro mirar a otro lado mientras cualquier hijo de puta convierte la esquina en un urinario o en su feudo particular, con nuestro arrojar basura en la calle o sacarla en bolsas fuera de horario para que los perros la desperdiguen por toda la cuadra, con el no respetar los derechos de nuestro prójimo y permitir que los hijos de puta que se enriquecen a nuestras expensas desde el gobierno lo sigan haciendo (sólo así se explica la intención de voto para con Kouri y Keiko Fujimori), en fin, con nuestro dejar hacer a los que contribuyen que este país sea cada vez más una tierra baldía y de nadie, quizás, digo, nos hemos convertido nosotros mismos en los hermanos de aquellos hijos de puta y todavía no nos damos cuenta.
Lo que sigue, es un extracto del artículo “En legítima venganza” escrito por Arturo Pérez-Reverte y recopilado en lo que ahora se ha convertido en mi libro de cabecera (más imprescindible aún que el antiguo testamento) “Cuando éramos honrados mercenarios”; léanlo detenidamente y pregúntense si el escritor tiene o no razón. Yo personalmente creo que sí. Que aquellos, con cuajo mercenario o imbécil, salen a hablar en la tele de la reinserción social de los delincuentes, de sus derechos humanos o de lo malo e irreversible que es la pena de muerte para estas y otras bestias, no tienen ni puta idea de lo que están hablando.
"Hoy quiero hablarles de justicia y venganza. Punto de vista subjetivo, claro; sometido a error y parcialidades varias. Resultado de cincuenta y siete años de vida, algunos viajes y libros, y no fraguado en el buenismo idiota –y suicida– de quienes creen vivir en el bosquecito de Bambi. La cosa se resume en una pregunta: ¿Qué tiene de malo la venganza?... Ya sé que en la sociedad occidental esa palabra tiene mala prensa. Hay que perdonar a los que ofenden, alumbrar su camino, reinsertarlos pronto y demás. Pero olvidamos algo: el sentimiento de venganza, de reparación personal, está en nuestro instinto. Viene, supongo, del tiempo en que salíamos de la cueva para buscarle una chuleta de mamut a la familia. En mi opinión, la venganza –en sus formas antiguas o modernas– no es mala. Resulta higiénica para la salud mental, y frustra mucho verse privado de ella. Lo que ocurre es que, para que la sociedad no sea un continuo e incómodo navajeo, los hombres resolvimos confiar al Estado el monopolio de nuestros ajustes de cuentas. Ofendidos, queriendo venganza y reparación de quienes nos ofendieron, cedemos ese impulso natural a la institución que nos rige y representa; y a ésta corresponde resarcirnos del daño recibido, alejar o anular el peligro social que el ofensor pueda suponer, y satisfacer, castigando adecuadamente a éste, nuestro lógico, instintivo, atávico deseo de venganza. No es casual que sean precisamente los grupos marginales, que no creen en la sociedad o comparten sus códigos, los que procuran siempre tomarse la venganza por su mano. O que, en las películas, nos guste y tranquilice que al final muera el malo.
Y es que el problema, a mi juicio, surge cuando el Estado se revela incapaz de corresponder al compromiso. De cumplir con su obligación. Viene entonces la frustración de quienes se ven sin reparación, indefensos ante el mal causado. De quienes ven al asesino pasear impune por la calle, al estafador disfrutar de su dinero, al violador salir el fin de semana para repetir exactamente lo que lo puso entre rejas. De quienes ven sus deseos bloqueados en la maraña de incompetencia, burocracia, desidia, demagogia y mala fe que caracteriza a toda sociedad humana. Y además, como guinda, deben tragarse el discurso mascado por quienes ahondan cada vez más, por ignorancia, estupidez o cálculo interesado, el abismo entre la teoría y la realidad. Entre vida real y vida ideal. Y el de los simples que se lo tragan. El de los ciudadanos razonables y civilizados que dicen odiar el delito pero compadecer y ayudar al delincuente: discurso que queda chachi en la tele, en el editorial de periódico o en el café con los amigos, pero que se esfuma cuando sale tu número. Cuando roban en tu casa, asaltan en tu calle o violan a tu hija. Sólo una sociedad firme y segura de sí, dura con los transgresores –e implacable con los vigilantes de los transgresores cuando cruzan la raya– hace innecesaria la venganza personal. Una sociedad capaz de protegerse con justicia y serenidad, pero sin complejos. Sin mariconadas de telediario. Cuando no es así, las leyes hechas para proteger a la gente honrada se vuelven contra ella misma. La atan de manos, convirtiéndose en escudo de sinvergüenzas, depredadores y bestias sin conciencia. Frustran la esperanza de los ofendidos y les hacen lamentar, a veces, verse privados de la posibilidad de satisfacer ellos mismos el ansia legítima de venganza que el Estado timorato, torpe, ineficaz, no resuelve en su nombre. Puestos a eso, uno acaba prefiriendo –y ahí está el verdadero peligro– un calibre doce, posta lobera, dejadme solo y pumba, pumba. Lo demás, en última instancia, es retórica y son milongas."