Hay regalos que llegan adelantados y que son, también, inesperados.
En mi ciudad anclada en medio de los andes, leyendo los diarios, lamentaba no poder asistir a esos –cada vez- más frecuentes conciertos que sacuden Lima. A algunos he ido pues sería un sacrilegio pasarlos por alto (
Metallica), otros no me mueven un pelo (Arjona, Beyonce y demás animalejos por el estilo) y los más hubiera ido sino fuera por las 20 horas y la vida en juego que supone un viaje por tierra a Lima o los 160 dólares más impuestos del pasaje aéreo.
En esas estaba, lamentando no poder asistir al concierto que daría Joaquín Sabina en Lima, cuando mi compañera de siempre me sorprende mostrándome dos entradas en zona VIP como regalo adelantado del día del padre. Sin pensarlo mucho, hacemos maletas y, por una enfermedad inesperada, llevamos a la pequeña Mikaela a visitar a sus abuelos a la malhadada capital.
Había tenido la suerte de ver a Sabina hace muchos años en la Universidad Católica, cuando llegó de gira con Pablo Milanés y aun no era muy conocido por estos lares, por eso sabía que iba a ser una noche muy especial. Pero de eso había pasado ya mucho tiempo y mucha agua había corrido bajo el puente. Entre ellos, la edición de varios discos fundamentales de Sabina
(“Yo, mi, me, contigo”, “19 días y 500 noches”, entre otros) y una crisis de salud que casi se lo lleva por delante, obligándolo a bajar revoluciones, cigarrillos, trago y sustancias de dudosa procedencia.
La noche prometía y aunque el Jockey Plaza era un hormiguero de pituquería limeña, uno se emociona hasta el tuétano cuando ingresa a la pequeña explanada y ve el escenario dispuesto para ser motivo de comunión con uno de los ídolos musicales de mi vida universitaria, y, desde entonces, del resto de vida que me quede.
El frío limeño estaba más agresivo que de costumbre y alrededor de las 9:30 de la noche, Joaquín Sabina enfundado en su típico traje negro y su sombrero bombín, arrancó a su guitarra los primeros acordes de
“Tiramisú de Limón”, el primer single de su último disco
“Vinagre y Rosas”.
“Buenas noches, Lima, este no será un concierto cualquiera, porque esta no es una ciudad cualquiera”. Así iniciaba la pelea el viejo Joaquín en lo que sería la última presentación que cerraría su gira latinoamericana del 2010.
Durante casi tres horas Joaquín Sabina hizo un repaso –apretado- a lo mejor de su –extenso- repertorio. Poco a poco la gente se fue contagiando de la nicotina de sus versos y la noche se fue presentando redonda. No faltaron los clásicos (
“Aves de paso”, “Contigo”, “Y sin embargo” “Peor para el sol” “Calle melancolía”) y las nuevas canciones de los últimos discos. Confeso admirador de
Bryce y de las noches limeñas, Sabina estuvo con sus dos jóvenes hijas (
Carmela y Rocío, a quienes dedicó
“La del pirata cojo”) y su novia
Jimena, a la que cantó
“Rosa de Lima”. Con sus compinches musicales y amigos de toda la vida,
Pancho Verona y
Antonio García de Diego, acompañados por otros músicos sobresalientes, Sabina regaló una noche inolvidable a todos los que allí nos congregamos buscando reencontrarnos con aquel flaco de voz aguardentosa y resaqueada, que con sus canciones nos acompañaba –y lo sigue haciendo hasta ahora- y nos hacía enamorarnos de la noche y sus excesos.
“Princesa” fue el climax de la noche, con toda la gente cantando y gritando aquello de que:
“Ahora es demasiado tarde, princesa / búscate otro perro que te ladre, princesa”.
Grande Sabina, maestro de los versos sucios, las mujeres fáciles y las canciones inolvidables.