Son pocos pero son.
Y ahora hablo de aquellos libros que, cuando se empiezan a leer, toman por asalto tu vida y te sojuzgan deliciosamente, obligándote a una adicción que no conoce de cansancio o trabajos postergados, tampoco de compromisos adquiridos con anterioridad ni televisión antes de dormir. Son aquellas historias que uno recorre como enajenado, robando tiempo al tiempo, deseando avanzar en sus páginas más rápido que de costumbre, pero a la vez temiendo llegar al final de ellas porque, mientras dure esa magia en papel impreso, uno se encierra en una cápsula impoluta adonde no llega la mediocridad del mundo que nos circunda.
Yo, por ejemplo, tenía el primer tomo de Millenium allí (“Los hombres que no amaban a las mujeres”), añejándose en mi biblioteca, aguardando pacientemente su oportunidad para escapar de su letargo inmerecido. Y ese momento llegó. La excusa fue un aburrido curso de Proyectos de Inversión Pública (bueno, el curso era interesante, el aburrido era sin duda alguna este hereje), entonces, en vez de lidiar con odiosas fórmulas matemáticas, comienzo -primero poco a poco, luego sin descanso alguno- a sumergirme en el mundo de Lisbeth Salander, Erika Berger y Mikael Blomkvist. Todo el fin de semana está dedicado a acompañar a Mikael por la fría Suecia a desentrañar el misterio de la adolescente desaparecida hace 40 años y los oscuros crímenes que la rodean, a envidiar su relación amorosa de más de 20 años con Erika Berger, quien a su vez está casada con un artista plástico que consiente sin problema alguno el triángulo amoroso (al mes, Erika pasa dos fines de semana con cada uno de ellos) y a tratar de desentrañar el enigmático carácter de Lisbeth Salander, aquella deliciosa flacucha huraña, tosca y malcriada, dueña absoluta de su sexualidad, que asombra con su memoria fotográfica y sus habilidades de hacker.
En fin, que el lunes a la madrugada, insomne y con los ojos enrojecidos, terminé –muy a mi pesar- aquel primer libro que me dejó anonadado, con la sensación de haber hecho una magnífica inversión de mi tiempo libre y con ganas de seguir el rumbo de la historia. Entonces, y como solo tenía en mi poder el primer volumen de la trilogía, salgo a la mañana a visitar las dos únicas librerias de mi ciudad en busca del segundo tomo (“La chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina”), en una de ellas encuentro el tercer volumen (“La reina en el palacio de las corrientes de aire”, suena como una canción de Daniel F) y lo compro antes que desaparezca, pero ni rastros de Millenium 2. Pienso en la tentación pirata, pero mi amor por Lisbeth Salander me reprende severamente tal osadía, ella no se lo merece. Con un par de llamadas a Lima, mi bendita hermana, intuyendo que ando medio desesperado, va al primer Crisol que encuentra, lo compra, lo empaqueta y me lo envia en el primer avión que sale al Cusco al día siguiente. Los días festivos que se avecinan están salvados.
La lectura de “Los hombres que no amaban a las mujeres” fue un regalo inesperado de alguien que, de seguro y allá arriba, quiere mucho a este humilde hereje.
Háganse un favor y leanla.