Había planeado cuidadosamente cómo embriagarme en mi fiesta de cumpleaños. Las botellas estaban delicadamente ordenadas por tamaños, colores y sustancias. El hielo y los entremeses sólo eran un pretexto para dar cuenta -mas temprano que tarde- de aquellos líquidos virtuosos.
Iba recibir mis 36 años como si aún estuviera en la universidad y los días previos y posteriores al 12 de abril eran una confusa niebla que se difuminaba entre los efluvios alcohólicos míos y de mis compinches de siempre. La semana pasada nunca sería más “tranca”.
Sin embargo, al amanecer del viernes santo -10 de abril- se insinuó la catástrofe. Un ligero dolor en el pie izquierdo anunciaba que la maldita gota (‘enfermedad de mierda’ la llamo cariñosamente) tenía reservado para mi cumpleaños planes distintos a los ya hechos. Quise restarle importancia a los molestos hincones que daban cuenta de mi maltrecho pie -no sé porqué pero me va bien eso de ignorar el dolor, no lo aguanto como valiente, simplemente lo ignoro, está ahí, pero que se joda, no le hago caso y a otra cosa mariposa-. Molesta de seguro por mi desprecio, a la noche de ese día, mi amante gotosa, esa que se encarga de depositar pacientemente en mis articulaciones del pie uratos en forma de navajas de afeitar, me declaró la guerra. No podía caminar y si lo intentaba millones de agujas me recordaban que Descartes ("pienso, luego existo") era un cabrón que nunca había tenido dolor de muelas o ataques de gota.
Iba recibir mis 36 años como si aún estuviera en la universidad y los días previos y posteriores al 12 de abril eran una confusa niebla que se difuminaba entre los efluvios alcohólicos míos y de mis compinches de siempre. La semana pasada nunca sería más “tranca”.
Sin embargo, al amanecer del viernes santo -10 de abril- se insinuó la catástrofe. Un ligero dolor en el pie izquierdo anunciaba que la maldita gota (‘enfermedad de mierda’ la llamo cariñosamente) tenía reservado para mi cumpleaños planes distintos a los ya hechos. Quise restarle importancia a los molestos hincones que daban cuenta de mi maltrecho pie -no sé porqué pero me va bien eso de ignorar el dolor, no lo aguanto como valiente, simplemente lo ignoro, está ahí, pero que se joda, no le hago caso y a otra cosa mariposa-. Molesta de seguro por mi desprecio, a la noche de ese día, mi amante gotosa, esa que se encarga de depositar pacientemente en mis articulaciones del pie uratos en forma de navajas de afeitar, me declaró la guerra. No podía caminar y si lo intentaba millones de agujas me recordaban que Descartes ("pienso, luego existo") era un cabrón que nunca había tenido dolor de muelas o ataques de gota.
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Derrotado y contrito, acudo al telefóno y como quien ordena una pizza requiero de una farmacia mi droga favorita en estos tiempos: Feldene 40 mg, inyectable; una solución acuosa y amarilla que me reinvindica frente al demonio de las mil uñas. Veo a la portadora del cóctel milagroso con desconfianza, parece que nunca ha ejercido de técnica en enfermería. Me pregunta si alguna vez ya me he puesto esa inyección y respondo afirmativamente mientras quiero salir corriendo despavorido, no vaya a ser que media aguja se quede clavada en mi nalga y aparte de no poder caminar no podré sentarme. Aguanto estoico la arremetida y siento el tibio líquido que baja por mi pierna izquierda, aliviando mi dolor. En mi imaginación miles de guerreros amarillos desalojan a aquellos diablitos punzantes que vienen a joderme la existencia. El problema es que nunca me gustaron las agujas y son tres las dosis -una diaria- que debo recibir para ganar la batalla.
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El sábado 11 -el gran día programado- cancelo todos mis planes y digo a mis escasos amigos que para otro día será. Contra el pronóstico médico, abro una botella de whisky, me sirvo una ración generosa con hielo, enciendo mi Ipod en sesión aletoria (algo bueno debe haber en esos 80 gb de música) y me pongo a repasar mi vida en technicolor. De pronto, mis reflexiones se ven interrumpidas por mis dos hijas: la mayor me entrega como regalo un dibujo en tercera dimensión donde se me ve con una torta en la cara y la menor me reclama con sonrisas desdentadas desde su silla mecedora. Mi mujer y mi mamá se unen al grupo y comenzamos a conversar de todo y nada. Las horas van transcurriendo y la botella se va vaciando. El reloj ya anunció las doce y el dolor va desapareciendo o camuflándose entre los vasos de whisky. Besos, abrazos y parabienes de todas las mujeres que pueblan mi vida.
No me imagino un mejor cumpleaños...
2 comentarios:
jajaja que buen relato. El tipo de la figurita de abajo es igualito a tí.
Feliz cumpleaños y te apoyo de la forma más absoluta en cuanto a tus opiniones sobre el dolor de huesos, muelas, gotas, espalda...o el puto dolor que sea...
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